Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 27 / Sección Artículos
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2024 /
.
Figurativeness
and argumentation in ethics: philosophy as rhetorics
Blanco ilari Juan Ignacio
Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET);
Universidad Nacional de General
Sarmiento;
Universidad Católica, Argentina.
Recibido:
10-05-2023
Aceptado:
12-02-2024
Resumen. La filosofía ha sido definida de muchas maneras. Una
de ellas advierte que el conocimiento filosófico debe producir un cambio en
nuestras vidas. Filosofamos para vivir mejor. En este trabajo quiero mostrar
que, con base en esta definición, la filosofía debe ser retórica. Dos
direcciones toma, aquí, mi análisis. Por un lado, quiere resaltar la ineficacia
del argumento filosófico para lograr este fin (básicamente porque el argumento
se maneja a cierta distancia vital). La otra cara de esta crítica dice que,
para volvernos más sabios, debemos modificar nuestras emociones y afectos. Esto
supone una modificación de nuestra forma de percibir el mundo, de instalarnos
en él. Y, para lograrlo, debemos mantener cierta cercanía, y por lo tanto
apelar al lenguaje figurativo, metafórico, simbólico, retórico.
Palabras Clave. Filosofía, retórica, sabiduría, cercanía, lejanía.
Abstract. Philosophy has
been defined in many ways. One of them warns that philosophical knowledge must
bring about a change in our lives. We philosophize to live better. In this
paper I want to show that, based on this definition, then philosophy must be
rhetorical. Two directions takes, here, my analysis. On the one hand, it wants
to highlight the ineffectiveness of the philosophical argument to achieve this
end (basically because the argument is handled in a certain vital distance).
The other side of this criticism says that, in order to become wiser, we must
modify our emotions and affections. This supposes a modification of our way of
perceiving the world, of installing ourselves in it. And, to achieve this, we
need to keep some closeness, and therefore, must appeal to figurative,
metaphorical, symbolic, rhetorical language.
Keywords. Philosophy,
rhetoric, wisdom, closeness, distance.
Lo que sigue se
compondrá de dos movimientos. Primero me detendré en una antigua queja que
denuncia la polisemia de la práctica filosófica. Reacomodaré las fichas y
consagraré un modo de entenderla (muy clásico por otra parte) que trata de
mantener un vínculo entre saber y vida. La tesis central es que la filosofía
tiene un aspecto práctico existencial que forma parte de su esencia. La
filosofía coloca en el centro de su interés la cuestión ética de la felicidad.
Su tarea consiste en conducir al hombre de un estado peor a uno mejor, y en el
límite, llevarlo al florecimiento, a la vida plena. El camino de uno a otro
lado está garantizado, dicen, por la razón argumentadora. Con algo de
solemnidad aseguran que es el conocimiento filosófico el que nos salvará. En
esta parte me refugio en mucha autoridad filosófica. Voy a sugerir una falla
que daña la relación entre lo que se propone la filosofía (modificar la
existencia) y el método que usa para llegar a eso (argumentos y razonamientos).
Hay, en la filosofía, una desmesurada confianza en la razón (argumentativa)
como catalizadora del “cambio”. La hipótesis central de este trabajo quiere
criticar ese encantamiento.
El segundo
movimiento es un tanto más osado, y de una creciente intensidad. Despliega lo
sugerido en el primer apartado. En forma comprimida: si entendemos la filosofía
por la elevada finalidad ética que tiene (lograr la vida buena), entonces la
filosofía debe ceder las armas a la retórica. En otras palabras, la filosofía
(así entendida) es retórica, o capitula ante su propia incompetencia. Desde
luego, si tengo razón (o al menos me acerco a ella), entonces la filosofía
muere en el mismo momento en que asoma al mundo. Porque lo que tiene que ceder
es un aspecto esencial de sí misma (su concepto de razón, y su conato
argumentativo). Ahora bien, confrontada con la encomiable finalidad que se ha
propuesto, y relevada por la retórica, su muerte no debería ser muy llorada por
nosotros.
Entre ambos
movimientos media una desarmonía, una desproporción. He dedicado más palabras
al segundo que al primero. Confieso que esta malversación se debe a que mi
tesis está en el segundo apartado, pero he necesitado recrear un marco general
(en este caso, una concepción de la filosofía), para que aquella tesis gane en
fuerza e inteligibilidad.
Aunque la galería
de nombres que recorre el trabajo es algo ambiciosa (encontraremos varios
autores de la tradición retórico/hermenéutica), es la filósofa norteamericana
Martha Nussbaum quien guiará toda la exposición. Como gran helenista Nussbaum
ha sabido recrear la preocupación de los filósofos clásicos por atar la
reflexión a la vida, y ha logrado clarificar el modo en que la filosofía se
mezclaba (de manera esencial) con la retórica. Creo que una de sus tesis más
interesantes dice que aquello que sucedía antes debe suceder ahora.
En un intento por
agilizar y clarificar las posiciones filosóficas que había desplegado en su Tratado, Hume envía a la prensa un texto
titulado Investigaciones sobre el
entendimiento humano. El voluminoso texto de 1740 no había alcanzado la
resonancia que esperaba su autor, el de 1748 pretende subsanar ese silencio.
Con ese fin el
autor resume buena parte de los laberínticos argumentos del monumental libro, y
ensaya un estilo más directo. Las investigaciones se abren con una
clasificación del orden de lo fundamental. Hay, dice Hume, dos tipos de
filósofos:
los que consideran al
hombre nacido para la acción y como
influído en sus actos por sus gustos y sentimientos, por el valor que percibe
en las cosas (según el modo que se presentan); y puesto que la virtud es el objeto
más valioso la pintan con los colores más agradables valiéndose de la poesía y
de la elocuencia, desarrollando su tema de una manera sencilla y clara, la más
indicada para agradar a la imaginación y moralizar nuestros sentimientos (...)
Eligen los casos más llamativos de la vida cotidiana (...) y atrayéndonos con
visiones de gloria y felicidad dirigen nuestros pasos por estos caminos con los
preceptos más sensatos y los ejemplos más ilustres. Nos hacen sentir la diferencia entre vicio y
virtud, excitan y regulan nuestros sentimientos y así no pueden sino inclinar
nuestros corazones al amor de la probidad y del verdadero honor. Con ello
piensan haber alcanzado (...) el objeto de todos sus esfuerzos. La otra clase
considera al hombre como un ser racional más que activo e intentan formar su
entendimiento más que cultivar su conducta. Consideran la naturaleza humana
como un tema de especulación, y la estudian con minucioso escrutinio para
encontrar los principios que regulan nuestro entendimiento, excitan nuestros
sentimientos, y nos hacen aprobar o censurar cualquier objeto, acción o
comportamiento concreto. Consideran un descrédito para cuanto se ha escrito que
la filosofía aún no haya fijado indiscutiblemente el fundamento de la moral, de
la razón y de la crítica artística y literaria, y en cambio hable
constantemente de verdad, falsedad, vicio y virtud, belleza y deformidad, sin
ser capaz de precisar las fuentes de estas distinciones (...) buscan la
aprobación de los doctos. (Hume, 1988, p. 20-21)
Esta clasificación
tiene la virtud de poner blanco sobre negro. Vuelve sobre una cuestión básica.
Una de esas que el filósofo de profesión, saturado de conceptos y problemas
técnicos, suele dejar desdeñosamente fuera de la cátedra. Una diferencia
encandila al lector: la filosofía del primer tipo busca algo que no busca la
del segundo. Mientras estos hurgan el fundamento indiscutible y universal de la
moral, la razón, etc., con una finalidad puramente cognitiva, aquellos procuran
modificar la conducta de los hombres modificando su fuente interna (deseos,
emociones y creencias). Tiene una finalidad práctica, una preocupación ética.
Sólo en función de esa finalidad buscan un saber especial. Los filósofos se
separan no sólo por lo que hacen sino por lo que buscan, principalmente por lo
que buscan. Volveré a esta cita.
Hay una pregunta
central de motivación que debería acompañar toda reflexión, y que, sin embargo,
se olvida demasiado pronto: ¿para qué filosofar? Se trata de una pregunta tan
elemental, tan básica, que los filósofos no saben muy bien qué hacer con ella. Les
sugiere una inocencia a la que se sienten obligados a renunciar por motivos
disciplinarios. La descartan con displicencia al amparo de algún perezoso
cliché: “la filosofía es un saber inútil”, es “amor al saber por el saber
mismo”. Sin embargo, la pregunta no desaparece, y en algunos casos recibe una
respuesta más prometedora. ¿Por qué?, ¿para qué? En algún momento pareció
claro. Concedía un peso ineludible al conocimiento en general, y al
conocimiento filosófico en particular. Filosofamos
para vivir mejor, individual y colectivamente. Es decir, si el saber que
buscamos no redunda en una mejora de nuestra existencia, entonces es pura
erudición. Y la erudición no es filosofía.[2]
Desde luego, la
filosofía tiene una rica historia. Se ha desarrollado de varias maneras. Si
realizamos un breve sobrevuelo sobre los estilos en que ella se ha expresado encontraremos
cosas tan heterogéneas como poemas, diálogos, confesiones, cartas, manuales,
tratados, meditaciones, aforismos, ensayos, y más. Esto indica que lo que se
entiende por razón no puede ser concentrado en una definición. Sin embargo,
creo que podemos acordar en que la argumentación entendida como entramado de
premisas y conclusión, junto con el ideal de sistematicidad, coherencia,
completitud y alcance explicativo se ha consolidado como un paradigma
hegemónico, al menos desde la modernidad para acá. Pero volvamos al tema
central, la relación entre saber filosófico y vida; la cuestión de la finalidad
del filosofar.
Ya lo vio
Aristóteles: lo único que detiene la pregunta por la finalidad es la felicidad
(o algo que se le parezca). Desde luego, clarificar la eudaimonía es una penosa faena, pero eso no obsta su planteamiento.
No es de filósofo detenerse ante la dificultad. ¡Es que todas las actividades
relevantes de nuestra existencia tienen ese inasible horizonte! Miramos
películas, levantamos costosos edificios, andamos en bicicleta, tenemos hijos,
viajamos, ayudamos a otro, buscamos comprender, cocinamos, o nos juntamos con
amigos porque, al final del día, nos hace un poco mejor, más plenos, nos ayuda
a vivir, o simplemente nos causa placer. La felicidad, por más difícil que sea
su clarificación conceptual, está en el origen y en el fin de todas nuestras
actividades. Es el fin más abarcativo, último, universal, esencial y único.
“Todos los hombres buscan ser felices, sin excepción. Este es el motivo de
todas las acciones de todos los hombres, hasta aquellos que se van a ahorcar”.
(Pascal, 1993, pensamiento 148)[3]
Si la filosofía
pretende ser un saber último, entonces debe abordar esta cuestión última. Por
más tenue que sea, tiene que haber un encaje entre nuestra reflexión filosófica
y nuestra vida.
Para Platón, por
ejemplo, la filosofía, entre otros beneficios, nos libera. Todos tenemos el
deseo de la emancipación, entonces la filosofía es algo indispensable para
satisfacer ese deseo, y estar mejor. Simple, tal vez en exceso: la filosofía
nos debería arrancar de un estado peor (en el que somos esclavos) y llevarnos a
un sitio mejor (el de la libertad).[4]
El carácter
vinculante de la finalidad cae por su propio peso. Si alguien preguntara ¿para
qué quiero dejar de ser esclavo? Platón le diría que la filosofía ya no tiene
nada que hacer allí. Aristóteles va en el mismo camino: estudiar y saber
filosofía nos hace más virtuosos y, con algo de suerte, nos acerca a la eudaimonía. No tiene ningún sentido
preguntar ¿para qué quiero ser feliz?[5],
mientras el único interrogante que vale la pena en la vida humana es ¿cómo hago
para serlo? Para San Agustín la respuesta también es clara: la filosofía me
pone en el zaguán del conocimiento más elevado, el conocimiento de Dios. Este
conocimiento es la beatitud. Y la beatitud es un fin en sí.[6]
Los ejemplos se
multiplican. Marx sentó algo de esta posición en su muy citada tesis XI. A
partir de allí subyace, a su trabajo intelectual, el deseo de lograr una
modificación en la penosa situación del proletario. Podemos pensar que toda su
vasta obra estaba dirigida a mejorar el mundo. Esperaba que la comprensión de
sus razonamientos y análisis generara en el lector (al menos en el lector
explotado por el sistema de producción y acumulación capitalista) algo de
indignación. Si ud. acuerda con su mirada, entonces, al menos debería darse una
toma de conciencia que, a la postre, lo lleve a revelarse (de alguna manera)
contra las condiciones de sometimiento.
¿Hay algo de esto
en el preciosismo de los análisis foucaultianos? No estoy seguro. En todo caso,
¿para qué develar, en innegable tono de denuncia, los dispositivos de
disciplinamiento del yo en las sociedades modernas, sino para poder
desactivarlos, y así recuperar nuestro yo más auténtico, violentado por
aquellos mecanismos opresivos? Habermas coloca el interés por la emancipación
en el centro de la finalidad de las ciencias sociales críticas. El bienestar
(forma atemperada de llamar a la felicidad) sigue estando en el horizonte de la
reflexión.
Siempre podremos
definir a la filosofía como nos plazca: saber de las primeras causas y
principios, análisis del lenguaje ordinario, búsqueda de los conceptos básicos
que rigen el saber, o el universo, indagación acerca del Ser, etc, etc. Pero
hay algo que no podremos esconder por mucho tiempo: la diferencia de peso existencial que anida en cada
definición. Puesto a vender su producto, el filósofo tiene un as en la manga: la filosofía nos ayuda a vivir. El resto
es un juego más o menos interesante pero vacuo, inane. La elección no es una
cuestión de argumentación ni de razonamiento, no puede serlo. Uno elige la
orientación que elige porque tiene la sensibilidad (o personalidad) que tiene.
Sin embargo, optemos por lo que optemos, hay algo que ningún filósofo podrá
negar: hay formas de entender la filosofía que tienen un impacto visible sobre
nuestro horizonte vital. Las llamadas “escuelas helenísticas” lo sabían muy
bien.
La idea de una
filosofía práctica y compasiva -es decir, una filosofía al servicio de los
seres humanos, destinada a satisfacer sus necesidades más profundas, hacer
frente a sus perplejidades más urgentes y llevarlos de la infelicidad a un
cierto estado de florecimiento es una idea que hace de la ética helenística un
objeto de estudio cautivador para un filósofo que se pregunta qué tiene que ver
la filosofía con el mundo real. (Nussbaum, 2003, 21)
Hay otras formas
de entender la filosofía cuyo efecto en nuestra vida es (casi) nulo.
Asumamos entonces
que la filosofía tiene una pretensión de
resultado, busca un efecto. Quiere conducir a los hombres a la felicidad, a
la plenitud, al florecimiento. El discurso filosófico, “no se componía para
exponer un sistema, sino para producir un efecto de formación: el filósofo
quería hacer trabajar los espíritus de sus lectores o auditores para ponerlos
en una disposición determinada”. (Hadot, 2009, p. 99)
Hay algo increíble
y soberbio (o increíble por soberbio) en afirmar que la pregunta por la vida
plena comienza con la filosofía. Tan increíble como suponer que, en Occidente,
la racionalidad comienza con la filosofía. En realidad, la filosofía encuentra la
inquietud en el interior de toda persona, y quiere competir con otros modos de
responder a ese anhelo. En el momento en que nuestra cultura alumbraba a la
filosofía, Grecia gozaba de numerosas disciplinas que se disputaban el modo de
llegar al fin buscado y deseado por todos. El arte (la tradición poética, el
drama trágico), la magia, la religión popular, la ciencia (en particular la
medicina), la historia, y desde luego, la retórica, pretendían, junto a la
incipiente filosofía, colmar, cada una con su propia metodología, modos
discursivos, ritos, etc. esa pregunta abierta en el corazón de todos.
En este contexto,
la filosofía clarifica su propia naturaleza en confrontación con todas las
otras terapéuticas del alma.[7] Buscando ese
deslinde, aparece un nuevo concepto de racionalidad, la racionalidad
propiamente filosófica. La filosofía cura el alma, y lo hace con los medios que
cree idóneos: la dialéctica (que busca las esencias y sus articulaciones), la
argumentación, el autoexamen reflexivo y distanciado.[8]
Mi tesis, que espero aclarar en lo que
sigue, es que si la filosofía se propone esta excelsa finalidad ética, entonces
sus medios no son los indicados, porque la razón, el argumento, el autoexamen
distanciado no modifican lo que hay que modificar (la capa emocional, afectiva,
el pathos) para que se produzca el cambio anhelado. La retórica, en cambio,
presenta mejores armas. Desde luego, la retórica también argumenta. Pero su
argumentación está al servicio de la persuasión, es decir, del cambio en la
creencia y la disposición anímica. Por ello tiene un pié en la lógica y el otro
en la poética.
Hay algo notable
en este acercamiento a la filosofía. Quienes conciben la filosofía como “psicagogía” (conducción de las almas)
gastan buena parte de su tiempo para diferenciar la sabiduría de la
instrucción, el saber vital de la mera información, la praxis de la teoría. Y lo hacen porque saben que la tentación
permanente del filósofo es erigir un recinto conceptual vedado a casi todo el
mundo. Necesitan, entonces, recordar que el objetivo no es que sepamos qué es,
o en qué consiste vivir bien, sino sencillamente, hacerlo.[9]
En este caso, el maestro nunca le tomaría a su discípulo un examen sobre papel,
porque nada le dice de su aprendizaje el hecho que responda bien a todas sus
preguntas. El único examen que vale aquí consistiría en verlo vivir, y sobre
todo ver cómo se dispone y siente el alma de su discípulo en ese tipo de vida.
La distancia entre
lo que sabemos teóricamente, y lo que ejercemos en nuestra cotidianidad media,
es una experiencia que todos tenemos a mano hacer. Sabemos que tal o cual cosa
es buena para nosotros, y, en algunas ocasiones, nos quedamos allí, no pasamos
a la acción. Tal vez no estemos demasiado convencidos, pero esa falta no
necesariamente es imputable a la razón o al argumento. Tal vez haya algo en
nuestro carácter (ethos) que nos
impida tender ese ansiado puente. Por eso Aristóteles insistía tanto: lo que
hay que formar (o cambiar) es el carácter, lo demás vendrá por añadidura (si el
azar nos acompaña un poco).[10]
Un profesor de
sociología tensaba sus músculos intelectuales mostrando de qué manera, el
paradigma capitalista, operaba en nuestra subjetividad generando deseos que no
son propios, y asegurándose (por medio de este eficaz mecanismo) el
disciplinamiento del cuerpo. Llegaba hasta la exasperación cuando señalaba, con
toda razón, el modo en que las grandes corporaciones económicas transnacionales
gobernaban a discreción, no sólo los mercados internacionales (lo que ya, de
por sí, redunda en el bienestar material de cada uno), sino peor, “secuestran”
(esa era su hiriente palabra) la intimidad de la conciencia personal. “El
capitalismo, (repetía con sobreactuada indignación), se ha metido hasta en
nuestras relaciones sexuales”. Los alumnos miran atónitos. Algo de esa
indignación ya toma el ámbito de sus almas. Entienden, encuentran sólidos los
argumentos y todas las demostraciones. Sienten que algo del orden de lo
fundamental se les ha revelado en esas tres horas de intensa labor intelectual.
A tientas advierten que un mecanismo furtivo, ladino y cruel se ha develado.
Pero salen de la clase y se van a comer una buena hamburguesa al McDonald's de
la esquina. Peor aún, se los ve felices en esa ingesta. ¿Qué pasó? El profesor
olvidó algo que, para la gran tradición retórica, es una evidencia tan
contundente que cuesta creer que los filósofos la hayan despreciado durante
tanto tiempo: la razón argumentadora es estéril; la conceptualización,
articulación teórica y explicitación distanciada son ineficaces.
En ética no
estudiamos para saber lo que es el bien, sino para ser buenos. Desde luego,
para ser buenos debemos saber muchas cosas, pero seguro que esas cosas no son
las que encontramos en un diccionario de ética, no es mera información que
tenemos, no se reduce a argumentos dialécticos o analíticos. Esto puede,
eventualmente estar, pero no es gracias a ellos que somos virtuosos o viciosos.
Podemos dar la definición de virtud, de prudencia, de justicia. Analizar su
genealogía, sus derivados, sus premisas. Incluso podemos indagar sobre la
importancia de ser un ciudadano respetuoso de las leyes, etc. Así todo, nada
cambia en nosotros por adquirir esas abstracciones. Lo que nos cambia (o nos
hace ser lo que somos) viene de otro lado, esta es mi tesis fuerte. No es que
la argumentación no sea importante. Es insuficiente, y debe estar administrada
al calor de herramientas que no calificaríamos de “estrictamente
argumentativas” como una iluminadora metáfora, un relato, lenguaje figurado,
retórico.
Aristóteles
ingresó al problema por medio del curioso (aunque usual) fenómeno de la “akrasía” (debilidad de la voluntad). Que la gente no siempre hace lo que le
parece mejor (¡incluso no siempre hace lo que le parece mejor y desea hacer!)
le parecía un hecho demasiado “evidente” como para ser demostrado.[11] Lo que queda
claro es que el saber, tal como lo entiende el filósofo, es, como mínimo,
insuficiente para la formación del carácter y para la vida activa.
Retomemos la
cuestión. Epicuro aserta: “Vacío es un argumento que no permite curar ningún
sufrimiento humano”. (Usener, 1887, p. 221) Si aceptamos el exabrupto, entonces
un argumento no se juzga solo por su coherencia, completitud, su forma lógica,
su justeza con respecto a los hechos, o su amplitud de mirada. El argumento
puede ser impecable y aun así estar vacío, lo que lo transforma en un mal
argumento filosófico. La vara no es
sólo cognitiva. Es necesario juzgarlo también con criterios existenciales. Un
argumento es bueno, como argumento, si tiene un impacto vital, si nos modifica de alguna manera, y en el extremo,
produce una metamorfósis del yo. La
aceptación intelectual no es suficiente. Necesitamos comprobar el modo en que
el argumento trastoca el comportamiento y, más importante aún, los sentimientos
y afectos que lo determinan. Creo no exagerar si digo que, llevando en la mano
el criterio de Epicuro, la mayoría de los argumentos que hoy se despliegan en
el campo de la filosofía son vacíos.
En la época en que
las escuelas helenísticas anegaban el mundo intelectual y social, la filosofía
ya se había instalado como la vía regia
para lograr aquel propósito. El mismo Epicuro entiende que la filosofía es una
disciplina que asegura una vida floreciente por medio de argumentos y
razonamientos. La segunda parte de la sentencia es tan ruidosa como pretenciosa
la primera. “La filosofía nos asegura la felicidad”, hay garantía de resultado.
Al tiempo sostiene que ese fin universal sólo se alcanza con argumentos y
razonamientos. Desde luego, el concepto de felicidad se asocia con el carácter,
y este con las pasiones, emociones, y estados de ánimo.
Pero, ¿son los
argumentos los que nos cambian, los que logran modificar nuestras disposiciones
afectivas, nuestras emociones y pasiones? Antes de responder a esta pregunta,
veamos, en esquema, cuál es la estructura cognitiva de las emociones, pues
buena parte del cambio que buscamos se juega en nuestra capa afectiva,
emocional.
Las emociones son
intencionales con relación a su objeto (es decir, tienen un objeto que aparece
como lo hace sólo bajo determinada perspectiva, o como lo llamaban los
medievales: suppositio), y entrañan
juicios de valor, de importancia en relación a mi vida. No podría siquiera
identificar mi temor si no puedo identificar el objeto de mi temor. El objeto
produce mi temor porque aparece como aparece. Para que aparezca el temor, el
objeto temible debe poner en serio riesgo mi vida, o al menos presentarse como
una amenaza cierta que puede lesionar mi existencia. Las creencias parecen
ingresar fácilmente en la emoción. Si usted teme que a su hijo le suceda algo,
entonces (esto es debido a que, de esto se infiere que…) usted cree que su hijo
es importante, cree que su hijo está por sufrir una lesión real, inminente,
inevitable y muy dañosa. Son al menos cinco creencias que confluyen generando
su temor. Si alguna de estas creencias es falsa, y podemos demostrarlo,
entonces es esperable que su temor deje de existir como tal.[12]
Tenemos a la mano
numerosos ejemplos que nos muestran que un cambio en nuestras creencias, que
puede venir de una nueva información o de un argumento tout court, produce un movimiento en nuestra capa emocional. Usted
cree que su amigo lo traicionó, entonces se indigna. Una nueva información le
muestra que no sólo no lo traicionó, sino que se jugó por usted (como lo hace
un verdadero amigo). Ahora su indignación da lugar a un sentimiento de culpa.
La tristeza lo abruma mientras cree que su amada ya no podrá regresar. La
certeza de que por fin lo hará, la disipa y lo inunda de alegría. Y así
podríamos dar muchos ejemplos más.
Sin embargo, la
relación “argumento - cambio emocional” no pareciera abarcar todos los casos.
Para ciertas emociones, para ciertos estados afectivos, y también para ciertas
creencias, los argumentos son estériles en cuanto a su capacidad de modificar
aquellos estados, emociones y creencias.
Al igual que
Cicerón (y muchos otros), creo que detrás de la propuesta del filósofo hay un
desmesurado entusiasmo, una fascinación con el poder de la razón filosófica o
argumental. Hablando de los estoicos dice el orador:
Sus estrechos
argumentillos silogísticos pinchan a sus oyentes como agujas. Aun cuando éstos
asienten intelectualmente, no experimentan ningún cambio en sus corazones, sino
que se marchan tal como vinieron. Lo dicho es quizá verdad y sin duda es
importante; pero el argumento lo trata de manera excesivamente trivial y no
como se merece. (Cicerón Fin, 4, 7.
Citado por Nussbaum, 2003, p. 36)
Es decir, los
argumentos que sólo alimentan el intelecto, allí nacen y mueren, pero el
corazón no se ve interpelado, no hay efecto sobre el alma del discípulo, y eso
hace inocua toda la empresa. La cuestión es esta: una vez que aceptamos que la
filosofía se define también por su finalidad (lograr un cambio en los
sentimientos y emociones del receptor que lo saquen de un estado peor y lo
depositen en uno mejor), ¿puede ceñirse a la pura argumentación sistemática,
distanciada? ¿o debe abrir el horizonte al interior del cual el argumento puede
ser eficaz? y ¿no se abre ese horizonte por medio de los tropos, del lenguaje
retórico en general?
El concepto de
“argumento” es, entonces, elástico. El epicureísmo, y también el estoicismo,
entendían que la imaginación, el ejemplo, las narraciones, los aforismos, eran
parte integrante de un argumento. El epicureísmo incorporaba, además, otras
técnicas como la confesión, la memorización y repetición, el silencio y la
introspección, como mecanismos tendientes a lograr el efecto deseado sobre el
receptor. Incluso, uno de sus más famosos representantes escribió un solemne
poema.[13] Imagino a
Platón tejiendo prolijos e intrincados argumentos. Repentinamente intercala un
relato, y allí sus alumnos entienden, se iluminan de manera tal que leen los
argumentos a la luz del relato, y no al revés. Es decir, la conceptualización y
el abordaje dialéctico les parece un ropaje añadido a una comprensión previa.
¿El relato es parte del argumento, o es un extra-opcional? También me gusta
pensar que la mayor enseñanza de Sócrates, su verdadera clase magistral, fue el
modo en que enfrentó el juicio y la muerte. La escena final del Fedón tiene un poder de persuasión
único, porque conmueve al espectador y le muestra qué es ser sabio.
Extender las
fronteras del concepto de argumento (hasta hacerle incorporar aforismos,
metáforas, narraciones, etc.) es una prueba fuerte de la hipótesis que
sostengo: la filosofía es retórica. En su momento pareció algo natural
incorporar técnicas discursivas y pedagógicas que sobrepasan lo que hoy
entendemos por argumento filosófico. Esto se debía a que no sólo buscaban un
saber, sino que buscaban un efecto en el alma del oyente:
su profundo interés
por el estado de los deseos y pensamientos de sus discípulos les hizo buscar
una nueva y compleja a manera de entender la psicología humana y los llevó a
adoptar complejas estrategias -interactivas, retóricas, literarias- concebidas
para permitirles hacer frente eficazmente a su objeto de estudio. En dicho
proceso forjaron nuevas concepciones de lo exigido por el rigor y la precisión
filosóficos. (Nussbaum, 2003, p. 22)
Hoy encontraríamos
curioso que un argumento, que se pretende filosófico, incorpore en su
estructura una copla, que escanda un poema, que se estructure de manera
narrativa, que se base en metáforas inconceptualizables.[14]
Mucho más que proponga ejercicios espirituales como la introspección, la
memorización, el silencio, la confesión. El filósofo, con su incurable
suspicacia, podría ver en estos recursos peligrosos artilugios de manipulación.
Si algo se corre del argumento y el razonamiento filosóficos, entonces le
parece irracional y es rápidamente denunciado. Aquí yace la permanente
denuncia. En un arco que va de Platón a Kant (y más acá también) muchos han
visto en la retórica un arte de seducir y manipular. Precisamente, al
incorporar el elemento emocional y afectivo, los retóricos (dicen) incorporan
un elemento foráneo a la racionalidad, un elemento que nada tiene que ver con
la verdad ni con el bien. Para este nutrido arco de pensadores, las emociones
entorpecen nuestro camino hacia el saber, y distorsionan los procesos
deliberativos y las acciones que de ellos se desprenden. Una persona consumida
por la cólera no toma buenas decisiones.
Durante mucho
tiempo se ha asociado la retórica al arte de engañar, o coaccionar, por medio
de tretas lingüísticas, arte de demagogos y timadores. Tal vez algunos oradores
hayan hecho mérito para que esto se entienda así. Pero cometeríamos un error si
tomásemos a una disciplina por sus peores exponentes, o por sus desviaciones y
patologías. La retórica tiene una naturaleza híbrida que la ubica a mitad de
camino entre la búsqueda de argumentos y la apelación a la emoción.[15] Así, por
ejemplo, Ross observa en la Retórica de
Aristóteles una “síntesis de crítica literaria y de lógica, de ética, de
política y de jurisprudencia de segundo orden”. (Ross, 1957, p. 382).
Quintiliano,
conciso, la definen como “ars bene
dicendi” (Quintiliano, 1996, p. 16)[16].
Cicerón prefiere “arte de la elocuencia'' (Cicerón, 1951, p. 25). Pero no hay
que olvidar que este es un arte de dos caras: involucra una determinada
concepción del lenguaje y la comunicación, y supone una determinada
conformación moral en el buen orador. Para esta tradición, el lenguaje es mucho
más que un medio de transmisión de información. Por el contrario, el lenguaje tiene el poder de conformar el
objeto de experiencia, delimitarlo y clarificarlo. Aunque también puede
difuminarlo, oscurecerlo y degradarlo. Los grandes oradores fueron
conscientes que el habla tiene una ineluctable dimensión performativa, y una
capacidad única de administrar distancia y cercanía. Para ellos era un hecho
innegable que el lenguaje retórico puede suscitar emociones, y al hacerlo
lograr un cambio comportamental y disposicional.[17]
El poder de la palabra retórica sobre el alma y sus emociones es innegable: “lógos es un poderoso soberano que con el
cuerpo más pequeño e imperceptible realiza las más divinas acciones: pues puede
calmar el temor, quitar la tristeza, producir alegría e intensificar la
compasión”. (Gorgias, 2021, p. 65). Y un poco más adelante, hablando de la
poesía, dice Gorgias:
A quienes la escuchan
los invade un temor que estremece, una compasión que provoca muchas lágrimas y
un anhelo que acompaña al dolor; así, ante fortunas y desgracias de acciones y
cuerpos ajenos, el alma padece, por los lógoi,
un padecimiento propio. (Gorgias, idem)
En resumen, si de
lo que se trata es de modificar los aspectos desiderativos y afectivos,
entonces debemos detenernos en la retórica. La retórica es la reina que
transforma las almas. No alcanza con definir, analizar, argumentar. La retórica
busca una modificación en nuestra capa emocional, afectiva y epistémica.[18]
Fue la retórica la
que primero advirtió la relevancia de los estilos literarios al momento de
sentar una posición, y de buscar determinado fin. Ellos mostraron que la
elección de un modo discursivo, digamos el tratado científico, la crónica
histórica, la dialéctica filosófica, el lenguaje religioso, el poema, la
tragedia, la novela, el diálogo (en su variante filosófica, trágica,
monológica), la exhortación, la confesión, y un larguísimo etc., no es neutral
en relación con las ideas que se desean transmitir, y los estados afectivos que
se desea suscitar en el auditor o lector. Hay una esencial relación entre el
estilo que escoja y el concepto de “comprensión” que supongo. Esto pone en el
centro de la escena una cuestión incómoda para el filósofo pura cepa: hay
verdades que sólo se adquieren por medio de un determinado modus discursivo.[19] Por ejemplo,
si adopto el estilo trágico es porque entiendo que debo provocar determinadas
emociones en mi receptor para que cierta verdad se revele. Pero, si creo que
las emociones entorpecen el juicio y nos alienan y, en consonancia con eso,
creo que la mejor manera de llegar al conocimiento, y al supremo valor de la
autosuficiencia, es por medio del intelecto y sus leyes categoriales; entonces
adoptaré el diálogo tranquilo, sosegado, y sólo motivado por la búsqueda en
comunidad del mejor argumento. De allí nace el diálogo socrático.[20] [21] En ambos casos yace el mismo presupuesto: el sujeto debe estar en cierta disposición
para que la verdad haga su aparición.
Los antiguos
oradores, al igual que muchos filósofos, sostuvieron que la finalidad más alta
a la que podía aspirar un educador es a direccionar a su discípulo hacia una
vida plena, lograda, feliz. Pero, a diferencia de estos, aquellos estaban
convencidos que, para lograr esa finalidad no eran suficientes los argumentos
(inferencias inductivas, silogismo prácticos, etc.). Eran, seguramente,
necesarios, pero ciertamente no era por ellos que el alma del discípulo se
transformaba. Para lograr esta finalidad, sostenían los rhétores, había que armonizar tres aspectos pedagógicos
fundamentales: el docere, el delectare y el flectere (movere).
El primero es que
el más se aproxima a la idea de argumento. Toda buena exposición, todo buen
discurso, dicen, debe estar sostenido por información ajustada a los hechos,
por pruebas aceptadas y aceptables, por un encadenamiento apropiado de premisas
y conclusión. Debe estar correctamente expuesto en términos lógicos (no dejar
abierto ningún poro debido a falacias formales o no-formales), mostrar claridad
conceptual. Es el momento de la explicación y demostración. Se privilegia “la
vía más racional e intelectual de la persuasión y se utiliza ante todo en
aquellas comunicaciones o partes de la comunicación en las que se precisa una
presentación sobria y sosegada de los hechos”. (Spang, 2009, 88). Los clásicos
recomendaban el estilo sobrio, llano (stilus
humilis), más proclive a la univocidad, y ayuno de lenguaje alambicado.
Pero, el docere, por sí sólo es estéril. Si sólo
de la búsqueda de argumentos se tratase la cosa, Aristóteles hubiese puesto
punto final a su retórica al finalizar el primer libro.[22]
Personajes como Gorgias, Quintiliano, Cicerón y otros, sabían que los
argumentos y razonamientos no modifican el alma. Sabían que, en cuestiones
afectivas, la dialéctica es impotente.[23]
Nuestra
sensibilidad, la que verdaderamente nos mueve, se complace con la belleza. Para
que el discurso penetre verdaderamente el alma del oyente debe capturar esta
esfera por medio del delectare. La
belleza tiene un poder inigualable, apacienta al alma y la dispone para una
percepción más generosa, cargada de misterio y encantamiento. Los grandes
oradores eran conscientes que un discurso bello entabla una relación de armonía
con el espectador, lo pone en una situación de mayor atención contemplativa y
lo prepara para una receptividad más amplia. Hablando de los rétores confiesa
Sócrates, “por mi parte Menéxeno, ante sus alabanzas, me siento en una
disposición muy noble y cada vez me quedo escuchándolos como encantado”.
(Platón, 1987, p. 164)
La belleza tiene
un sustrato material inalienable. La retórica siempre supo del enorme poder
cognitivo/emocional que arrastran las imágenes. Por ello, el orador debe
manejar con pericia los recursos tropológicos (precisamente, figurativos). Pero no se trata de un
mero adorno. “En este ámbito conviene volver a precisar que el delectare no se limita únicamente a la
diversión o al entretenimiento, sino que se refiere igualmente y con la misma
importancia al gozo, al deleite estético que producen la comunicación y el
texto bien hecho”. (Spang, 2005, p. 90) Es un momento importante. Se trata de
poner ante los ojos, de articular bellas y efectivas escenas verbales para
producir, como vengo insistiendo, una metanoia
(cambio en la mirada).
Pero todo esto se
desnaturaliza si el oyente no cambia sus disposiciones epistémicas y volitivas.
Nada de lo anterior tiene sentido (es vacío, según la sentencia de Epicuro) si
no genera una modificación en nuestros comportamientos (flectere). La retórica lo sabe bien: no queremos que el jurado
encuentre consistentes e ingeniosos nuestros argumentos. Queremos que falle a
nuestro favor. El político no quiere que entiendas sus propuestas y creas que
mejorará tu vida y la de tus conciudadanos. Quiere que lo votes. En el límite,
el discurso debe mover nuestro cuerpo moviendo nuestras pasiones.[24]
El estilo que suele
recomendar la retórica clásica para esta estrategia persuasiva es el genus grave, es decir, aquel que más
impacta en los receptores a través de formulaciones patéticas y vigorosas junto
con el empleo de figuras y tropos propicios a despertar las emociones y
pasiones. (Spang, 2009, p. 91)
Desde luego que
estas tres estrategias retóricas deben trabajar en forma orgánica, para lograr
unidad y persuasión. Siempre acecha el peligro de privilegiar una estrategia en
detrimento de las otras. Si sólo nos preocupamos de la parte argumentativa y probatoria,
entonces caemos en un discurso distanciado, gélido, descarnado, que no logra
modificar lo que hay que modificar (esta es la tentación del filósofo). Si sólo
atendemos los aspectos estéticos, entonces nuestro discurso pierde valor de
verdad y se transforma en mera decoración, una cosmética superficial y
momentánea. Si sólo nos interesa el flectere,
sin importarnos la racionalidad, ni la belleza de nuestra exposición, entonces
lo que hacemos se parecerá más a un intento de manipulación, sombra que ha
perseguido desde siempre a la retórica, que a la busca de persuasión.
Al lector
familiarizado con la prosa filosófica estándar en nuestros días, no le costará
demasiado trabajo advertir la falta de las dos últimas estrategias
cognitivas/pedagógicas (el delectare y
el flectere).
Sin embargo, hay
un orden de prelación que hay que subrayar. Se trata de una anterioridad tanto
lógica como retórica. Aquí mi tesis se radicaliza. Todo argumento, todo proceso
demostrativo, debe partir de algún punto. El enlace de creencias no puede ser
infinito, debe tener un comienzo. Probar (apo-deiknymi)
significa decir que algo es algo sobre la base de algo. Está claro que este
discurrir demostrativo debe tener como motor inicial una “mostración” (deixis). Más que decir algo en base a
otra cosa, aquí se trata de decir algo, mostrarlo. Estos principios de la
prueba (archai) no pueden ser objeto
de demostración ni de argumento. Evidentemente este tipo de “afirmaciones” son
meta-racionales, no en el sentido en que escapan a toda constatación, sino en
el sentido en que su constatación desborda la concatenación de creencias y juicios
en el que consiste un argumento. En este tipo de afirmaciones primarias
(axiomas en el caso de las disciplinas formales) “que pertenecen a lo
originario, a lo no deductivo, las premisas no pueden tener un carácter y una
estructura apodíctico, demostrativo, sino que son “indicativas””. (Grassi,
1999, 75) Y más adelante agrega.
si se identifica la
racionalidad con el proceso de clarificación, nos vemos forzados a admitir que
la claridad primaria de los principios no es racional y que el lenguaje
correspondiente tiene en su estructura indicativa un carácter “evangélico”, en
el sentido original del término griego, es decir, “que da noticia. (idem)
Entonces, el
andamiaje dialéctico argumental pende del lenguaje figurativo, retórico. Esta
es una tesis más atrevida. Nos dice que, incluso el lenguaje meramente
racional, tiene un origen ineluctablemente retórico, que esta es su condición
de posibilidad. Por eso, la retórica entiende que lo fundamental es la
educación de ese sustrato afectivo emocional. Sabe claramente que de él depende
la superestructura intelectual. No es verdad, dicen los retóricos más
arriesgados, que el pathos dependa
del logos. ¡Es exactamente al revés, el logos emerge del pathos!
My suggestion is that, in some cases, the relevant unity in a man's
behaviour, the pattern into which his judgements and actions together fit, must
be understood in terms of an emotional structure underlying them, and that
understanding of this kind may be essential”. (Williams, 1973, p. 227)[25]
Entre el pathos y el logos no hay salto, no hay posibilidad de desconexión. Los grandes
logógrafos (también oradores, como Isócrates) estaban muy conscientes que,
frente al jurado, lo primero que debíamos hacer era “disponerlo
emocionalmente”, preparar su fondo afectivo para que pueda ponderar bien las
pruebas, tener un razonamiento más acertado, y apreciar la particularidad del
caso con mayor justeza.[26] “For an audience's
emotional orientation in a situation plays a critical role in determining how
an audience sees and understands a particular situation”.[27] (Kastely, 2004, p. 238)
De los tres
géneros clásicos en los que la retórica mostraba su temple, el epideíctico (injustamente olvidado, o al
menos relegado) era el que mejor representaba esto.[28]
Los grandes discursos, conmemorativos y festivos, tenían esta idea en su base:
escenificar una realidad (elogiable, memorable) para penetrar la capa afectiva
del espectador, y así mantener el calor, la participación en un acontecimiento
que merece permanecer vivo entre los hombres.
Mostrar, traer a
la vista, presentar (o representar) es lo que hacen los tropos y las
narraciones (y en general el lenguaje poético/retórico). La ostensión no sólo
se hace con el dedo índice, también el lenguaje recrea imágenes, muestra (epi-deixis),
pone en escena. Esto quiere decir que lo que está más allá de nuestros
argumentos, demostraciones, reflexiones, creencias o juicios, es del orden de
la imaginación gracias a la cual ponemos ante los ojos (phainestai) un significado. Este es un punto central. Si bien es
verdad que en muchas ocasiones la retórica se rebaja a meros manuales de
tropología, con sus interminables taxonomías y sus impronunciables nombres, la
función de las figuras excede en mucho ese vicio. Lo que la metáfora, la
metonimia, la sinécdoque etc. operan es un movimiento de acercamiento que es fundamental para tocar el cuerpo del oyente.[29]
Así, vemos como
percepción, imaginación, cercanía y emoción trabajan en forma mancomunada:
En la compasión,
nuestra capacidad de figurarnos vivamente las dificultades de una persona ayuda
a la formación de la emoción (...) es posible que sintamos menos emoción ante
otros casos que no podamos imaginarnos con una viveza parecida, aunque presenten
una estructura similar. Lo que la imaginación parece hacer aquí es ayudarnos a
acercar a un individuo distante a la esfera de nuestros proyectos, humanizando
a la persona y creando la posibilidad de apego. (Nussbaum, 2008, p. 90)
La retórica tiene
una ley de dos caras: el alma se estremece ante una presencia, porque en la
distancia, que promueve la episteme del filósofo, todo termina por difuminarse.[30]
En la extensa cita
de Hume, con la que comenzamos, hay algo que merece subrayarse. Hume afirma que
los filósofos de la primera clase (que ya podemos llamar retóricos) “nos hacen sentir
la diferencia entre vicio y virtud, excitan y regulan nuestros sentimientos y
así no pueden sino inclinar nuestros corazones al amor de la probidad y del
verdadero honor”. Ahora bien, ¿cómo generamos un sentimiento? Ciertamente no
por medio de creencias verdaderas, tejidas en prolijos argumentos. Hace falta
que la creencia se presente en el alma de una manera especial. Esto es algo que
también se consigna en la cita. Estos “filósofos” usan la elocuencia, apelan a
ejemplos, excitan la imaginación, buscan agradar (delectare), en fin,
capitalizan todos los recursos del ars bene dicendi. Un discurso que
busque un especial modo de comprensión, una que solo se logra si “participamos
de cierto sentimiento”.[31] No alcanza
con saber, con tener creencias verdaderas acerca de algo, para ponernos en
cierta disposición o estado afectivo.
A la creencia le
hace falta una cercanía para que afecte nuestro pathos. Es decir, una creencia
puede poner su objeto a distancia, (aunque todo el mundo sabe que se va a
morir, “nunca se asombrará uno lo bastante de que todos vivan como si nadie “lo
supiese”” (Camus, 2002, p. 25); o puede tocarnos físicamente (por ejemplo, ante
la muerte de un amigo, lloro por él y me conmuevo por mi). Pascal sabía (creía)
algo ya evidente: que el universo es demasiado vasto para ser concebido por una
mente finita. ¡Pero a él le provocaba espanto! cosa que no le sucede a todo el
mundo. ¿Dónde reside el elemento diferencial que hace que a Pascal le provoque
espanto? Bueno, Pascal tenía una “sensibilidad” muy especial. Ese “modo de ser”
provoca, al unísono, la mirada emocionada.[32]
También cabe la
posibilidad de que una experiencia revele el carácter engañoso de los
argumentos. Axíoco tiene muchos y muy buenos argumentos que le demuestran que
la muerte no es un mal. Vive tranquilo, recostado en esa tumbona intelectual.
Hasta que el acontecimiento de su final se presenta en su horizonte vital como
algo cercano, inalterable e inevitable. Frente a esa presencia, toda su
racionalización se desvanece en un instante, una mezcla de temor, angustia,
incertidumbre abarrota por entero su ser, “ahora que me enfrento al temible
hecho, mis audaces y agudos argumentos flaquean y expiran”. (Platón, 1992
(365b), p. 408)
Puedo descubrir
que algo era muy importante para mí, aunque no lo notaba así (la muerte de un
ser querido siempre nos revela, a destiempo, que era muy importante). Puede ser
que, más allá de lo que mis argumentos me muestren, una súbita revelación me
exponga de manera inédita. Marcel (el personaje principal de la principal obra
de Proust) experimentó algo de esto. Se había convencido, por medio de un
detenido y científico análisis, que ya no amaba a Albertina. Pero la frase
“Albertina se ha ido” fue una ráfaga inapelable, total, certera, que le
desmoronó, cruel, todos sus argumentos. La sentencia de Francisca (“Albertina
se ha ido”) fue la que le abrió la verdad. Una verdad que sólo emergió gracias
al dolor: él, en realidad, amaba a Albertina, la amaba con un amor desesperado,
un amor que no podía mirarse de frente porque era intolerable. Pero el amor no
fue causado por ninguna de sus creencias, ni mucho menos por sus cuidados
argumentos y razonamientos. Su amor estaba antes de todo eso. Sucedió por la
aparición milagrosa de una persona que se percibe única. Proust lo sabía tan
bien que dedicó su vida a mantener esa percepción, ese impacto, esa novedad, en
su estado original. Luchó contra todo el andamiaje conceptual, que busca
rebajar a creencia y juicio, esa experiencia tan extraordinaria. Precisamente,
el trabajo del poeta (y a veces del orador) consiste en evitar que ese calor,
esa ráfaga, se degrade en argumentos y razonamientos.[33]
Además, ¿qué sería, en el caso del amor, tener una creencia falsa? o, ¿cuándo
diríamos que, en el caso del amor, la creencia está equivocada, y por lo tanto
puede ser subsanada por medio de argumentos? Sería algo así como: es falso que
Albertina sea tan especial. Albertina es una más. Pero, nuevamente, eso no
supone un cambio en la creencia sino un cambio en la percepción. Marcel la ve
maravillosa. ¿Qué sería fundamentar su creencia?, ¿cómo podría dar razones de
ella? En el caso del amor erótico, se ve o no se ve (sucede o no sucede). Igual
que en el caso de la belleza. Explíqueme todo lo quiera sobre armonías,
melodías y ritmos, aún así puede no llegarme la belleza de Beethoven (¡pobre de
mí!), porque ésta no sucede gracias a las explicaciones, razonamientos,
juicios, creencias, etc.[34]
La razón
argumental no produce el cambio que buscamos porque se mueve en la distancia de
la abstracción. Su medio es el concepto, y este trabaja en el exilio, igualando
lo desigual, despreciando matices, cristalizando, esquematizando, guarecido en
una habitualidad que uniformiza la mirada, que ya no está capacitada para
apreciar la particularidad de lo particular. Un individuo vale como cualquier
otro, y para muestra basta un botón. El concepto, especial golosina para el
saber epistémico argumental, paga un duro peaje. Es un saber
“desemocionalizado”[35]. O quizá
este saber tiene su plataforma afectiva, su emoción princeps: la apatía,
el desinterés, la indiferencia.
Toda palabra se
convierte inmediatamente en concepto desde el momento en que no debe servir,
justamente, para la vivencia original, única, absolutamente individualizada
(...) Todos los conceptos surgen por igualación de lo desigual. Aunque una hoja
jamás sea igual a otra, el concepto de hoja se forma prescindiendo
arbitrariamente de las diferencias individuales. (Nietzsche, 2000, p. 90)
Pero, mientras las
cosas se pongan demasiado lejos, nada sucederá con nuestro plexo emocional,
salvo el desdén. A esa forma distanciada de “ver”, la emoción le opone otra:
“La emoción (...) entraña percepciones ricas y densas del objeto, muy concretas
y colmadas de detalles”. (Nussbaum, 2001, p. 88)
Tendríamos, así,
dos tipos de saberes. Uno distanciado, impersonal, universal, descarnado y
conceptual, repleto de términos técnicos que sólo manejan un grupo de
especialistas que se celebran a sí mismos. Aquí nos movemos con precisos
encadenamientos premisa - conclusión, definiciones unívocas, establecimiento de
los hechos brutos, racionalidad científica, conceptualización, términos
teóricos, etc. Se corresponde al segundo tipo de filósofos del que hablaba
Hume. El otro tipo se produce por un contacto, es profundamente personal,
particular, les habla a los hombres de carne y hueso, e involucra al cuerpo de
manera especial. Este procede retóricamente.[36]
Es un error suponer que el saber del primer tipo producirá efectos en la zona
más íntima de la persona. Estos dos órdenes de saberes requieren dos modos
diferentes de educación. La educación teórica, puramente intelectual, y guiada
por redes conceptuales bien tejidas, es propicia para el primer tipo. La
educación del segundo requiere la formación del carácter, de una sensibilidad
especial, de una determinada disposición anímica, que será la encargada de
percibir las situaciones y darle al intelecto el material (previamente
conformado) para su trabajo. La formación emocional está en el fondo de todos
nuestros actos, de todos nuestros pensamientos.
Si queremos
hablarle a los hombres, de las cosas humanas, humanamente, entonces debemos
cambiar nuestro modo discursivo, e indagar cómo
aparecen para ellos el mundo, los otros hombres, el sí mismo. Si esto es
así, el material del cual debemos partir ya no es la dialéctica, ni la
analítica, mucho menos las esencias que se plasman en los diccionarios.[37] Aquí impera
el lenguaje poético y retórico. Los hombres han plasmado su sabiduría vital en
relatos, apotegmas, apólogos, aforismos, metáforas, poemas, canciones,
refranes, alegorías, símbolos, etc. Para sus conocimientos teóricos han
reservado el tratado, el manual, los papers
científicos, en fin, toda la arquitectura de los protocolos académicos.
La retórica sabe
que hay un modo en que la verdad se parece más a una revelación que al producto
de un discurrir dialéctico argumental. Una súbita iluminación que sucede al
unísono con una nueva forma de “ver” las cosas, el mundo. Se trata de una nueva manera de captar la
realidad, una manera que opera antes de toda reflexión, antes de toda
representación (sea creencia o no). La función retórica del lenguaje (comandada
por la fantasía y la imaginación) opera un trastocamiento de nuestra relación
con las cosas, relación que va mucho más allá (o se produce mucho más acá) de
nuestras creencias acerca de las cosas. “Ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro”. (Borges, 1984, p. 843) Una vez que esa magia se produce,
podemos dar rienda suelta a nuestra capacidad de articulación reflexiva,
racional, conceptual, etc.
Hay, entonces, una
relación estrecha entre nuestra conformación afectiva y nuestra forma de ver,
creer y pensar. En esto caben pocas dudas, vemos lo que vemos porque somos como
somos. Por ello, la retórica advertía la enorme importancia que tiene para la
vida del individuo y de la comunidad una correcta educación de las disposiciones afectivas. Estaban convencidos que
nuestras virtudes o vicios morales operan ya al momento de percibir (antes de
todo silogismo práctico, de todo argumento). Y sabían que de la percepción
brotaban el creer, el esperar, el recordar, etc.. Veían que la vía más indicada
para modular los afectos no estaba en el razonamiento, en la argumentación o
razón.
El niño comienza a
adquirir capacidades morales esenciales a partir del momento en que él y su
padre o su madre comienzan a contar historias. Es más, hasta una simple rima
infantil como “Twinkle, twinkle little star, how I wonder what you are” lleva a
los niños a sentirse maravillados, a un sentido de misterio que mezclar
curiosidad con temor. (Nussbaum, 2005, p. 155)
Las narraciones se
detienen, tranquilas, en una concreción que no se deja arrebatar por
razonamientos y argumentos. No estoy diciendo que no quepa el análisis y el
argumento. Estoy subrayando lo que se
debe dar antes de todo eso. Necesito el impacto, el posicionamiento, la
orientación, para luego desplegar el tejido racional. Los abogados, hijos
directos de los rhétores, saben que
en el momento de “relatar los hechos” se juega buena parte de la suerte de su
defensa. Esa narración combinará, con cuidado, la elección y exposición de lo
sucedido (“ante la evidente y grave amenaza mi defendido no pudo sino
defenderse”), de modo tal de disponer al jurado hacia cierta hipótesis. Si la
narración está bien hecha, la argumentación jurídica posterior encontrará un auditor
más permeable. Las narraciones son un instrumento óptico fundamental para toda
argumentación. Leo, con mi hija, la historia de Ariel, la Sirenita. Luego
razono junto a ella: Ariel desobedeció a su padre movida por un imperativo de
compasión frente a quien se está muriendo: “ves hija, hay circunstancias en las
que hay que desobedecer a una autoridad”. Esto es infinitamente más efectivo
que comenzar a desplegar el concepto de equidad en Aristóteles. El concepto de
“equidad” llegará, pero cuando lo haga no podrá ser verdaderamente comprendido
si el sujeto no está previamente dispuesto de una determinada manera. Ahí es donde ingresa el lenguaje retórico
(figurativo, indirecto, narrativo, métrico, etc.), en la generación de las
condiciones subjetivas de aprehensión conceptual. El segundo libro de la Retórica de Aristóteles se abre con esta
idea. Es necesario poner al auditor en determinada disposición emocional para
que nuestra comunicación sea efectiva en términos de persuasión:
Pues los que aprecian
no valoran las cosas de la misma manera que los que odian, ni los que están
furiosos de la misma manera que los que están tranquilos. Sino de forma
completamente distinta, o en diferente grado. Pues a quien aprecia a la persona
sometida a juicio le parece que no ha cometido delito, o que es pequeño, y a
quien odia, lo contrario. (Aristóteles, 2002 (1377b), p. 140)
Hablando de
virtudes como el valor, la moderación, la dignidad, dice Nussbaum: “Un niño
privado de historias está (...) privado de ciertas formas de ver” (Nussbaum
2005, p. 155).
Esto es algo que
no sólo se da en el niño. El adulto también experimenta una comprensión
profunda cuando se encuentra con una buena metáfora, o una buena narración.
Demódoco le narra a Ulises un suceso. Ulises escucha al aedo y llora (no lo
hemos visto llorar hasta ese momento). Llora porque “comprende” lo que había
hecho. Ulises sabía de su entrevero con Aquiles. ¡Cómo no lo iba a saber si fue
protagonista! Pero necesitó la intervención del lenguaje retórico, poético,
para “comprender”, verdadera y cabalmente, el tamaño de su proeza. Nada de
argumentos, ni de exposición de hechos brutos, mucho menos de dialécticas
ascendentes, descendentes o quebradas. Nada de silogismos, de lógica de
primero, segundo, tercer orden. No fue el prístino modus ponens el que modificó la economía de sus pulsiones.
La comprensión,
suscitada por la narración poética, fue lo que “conmovió sus entrañas”, tocó su
corazón. Como bien observa Ricoeur, el lenguaje poético tiene una doble
función: por un lado nos revela aspectos ocultos y fundamentales de nuestra
existencia (aspecto epistémico), y al hacerlo nos transforma (aspecto
existencial); “una vida así examinada es una vida cambiada, otra vida”. (Ricoeur, 2009, p. 865)[38]
¿No era este cambio el que buscaba el filósofo?
Durante mucho
tiempo la retórica se vio rebajada a ejercer de mera ornamenta de la verdad
descubierta por la razón. Era un agregado, una especie de condimento tendiente
a hacer más digerible el bocado. La razón mostraba la verdad, y la retórica la
endulzaba, la hacía más atractiva. Pura cosmética. Sin embargo, en muchos
teóricos de la retórica (v.g el citado Grassi) se deja entrever el movimiento
inverso. La retórica es la encargada de producir verdad (mostrando,
conmoviendo, deleitando, revelando, iluminando por medio de tropos, relatos, etc.),
luego vendría la razón discursiva y dialéctica para ponerle un buen traje,
hacerla más pudorosa, más presentable culturalmente. Freud llama a esto
“proceso de racionalización”, y es un proceso secundario en relación a la vida
pulsional. Pero, la verdad a la que aspira el discurso retórico, es una verdad
que solo se capta desde cierto estado afectivo, por medio de (y a través de)
cierta emoción. Por eso, si de influir en el horizonte emocional del sujeto se
trata, el lenguaje más propicio es el lenguaje retórico. Q.E.D.
He querido
desplegar un simple enunciado condicional: si
la filosofía busca cambiar nuestra vida, entonces la filosofía es retórica.
Y podría esquematizar la razón de esto: lo que modifica nuestras emociones
(aspecto central de nuestra felicidad o desdicha) es el lenguaje
poético/retórico. La primera parte de mi esfuerzo ha estado dedicada a
circunscribir y fundamentar el antecedente del condicional. Aquí no hay mucho
para decir. La filosofía se puede entender de muchas maneras, y la elección se
parece más a una estipulación. Aunque, hay que decirlo, hay formas de definir
el quehacer filosófico que tienen más incidencia en la realidad. Lo importante
allí, creo, fue señalar un modo de entender el quehacer filosófico y subrayar
la centralidad que las emociones, afecciones, pasiones, sentimientos, tienen
para ese fin. Un bosquejo de la estructura intencional de las emociones se
presentó como algo inevitable en función de la armonía del trabajo.
La segunda parte
ocupó el centro de la escena, y tal vez se hizo demasiado larga. Allí varios
puntos fueron destacados. Uno de esos aspectos, sobre el que quiero volver en
estas conclusiones, subraya la necesidad de administrar un discurso que provoque cercanía y contacto, si lo que queremos
es intervenir en la capa afectiva del sujeto. Para los grandes retóricos era un
hecho que la conmoción, que eventualmente puede llevar a la acción, requiere una
fricción, un roce con la cosa que me haga participar en ella de alguna
misteriosa manera.[39] Los tropos
retóricos no vienen solo a aderezar el discurso. Su función es mucho más
primitiva e importante. Quieren provocar un aumento en nuestra visión de las
cosas, volver al punto de partida, aquél en el cual el encuentro con la
realidad estaba acompañado de un asombro admirado o espantado. Primero hay que
saber mirar, y tratar de atesorar la resonancia afectiva de esa mirada. Una vez
generada esa mirada, vendrá todo el proceso de argumentación, racionalización,
análisis, definiciones, etc.
Hay emociones que
se producen por nuestro modo de captar el
mundo, o alguna de sus porciones. Se
trata de ver más que de creer. Es decir, la emoción irrumpe en la
percepción misma. En el arte las emociones funcionan cognitivamente. Mi tesis
supone que en ética también, y esto es así porque la percepción está teñida de
emoción. Borges veía en ciertos atardeceres una ternura. Era una forma de ver,
percibir, captar el fenómeno. “Mirar el río hecho de tiempo y agua” (Borges,
1984, 843) . ¿Creía Borges que el río era tiempo y era agua? Probablemente sí,
pero esta creencia no es corregible, no se trata de ajustar la creencia a la
realidad por medio de tortuosos argumentos. ¿Borges percibía mal los
atardeceres? No, no se trata de una creencia falsa, se trata de otro modo de percibir. En todo caso, se
puede mirar de otra manera, pero esto no es buscar por medio de información y
argumentos una mayor justeza de mi percepción. Esto es cambiar mi forma de ver,
y este cambio supone un cambio ontológico: no estamos ante el mismo objeto.
Heidegger nos convida el siguiente ejemplo.
Pongámonos en el lugar
del astrónomo que, en el campo de la astrofísica, analiza el fenómeno de la
salida del sol en términos de un proceso meramente natural, mostrándose
totalmente indiferente hacia lo que pasa ante sus ojos. Contrastamos ahora esta
vivencia del astrónomo con la vivencia del coro de los viejos tebanos que, en
la Antígona de Sófocles, miran al sol saliente a primera hora de la mañana
después de la victoriosa defensa [de la ciudad de tebas]: “Oh, tu, el más bello
rayo de sol, Que desde hace tiempo iluminas las siete puertas de Tebas”.
(Heidegger, 2005, p. 90)
Nada nos habilita
a decir que el astrónomo ve lo mismo que los viejos tebanos. Toda la
subjetividad, cuyo fondo afectivo emocional es determinante, se pone en juego a
la hora de “percibir”.
En el fondo,
nuestras emociones, básicas y horizontales, no parecieran estar motivadas por
razonamientos y argumentos sino, más bien, por nuestros modos de instalarnos en
el mundo (o en algunas de sus partes). Para que mi exposición sea efectiva
necesitamos convencernos que una cosa es creer y otra ver. Y también ayuda a
que todo esto funcione aceptar que muchas de nuestras creencias están causadas
por nuestras percepciones. Ahora bien, si se trata de lograr un cambio, ¿cómo
se cambian nuestras percepciones? Ciertamente no con argumentos. El cambio
involucra un largo adiestramiento, o una súbita revelación. Ejemplo del primer
tipo es el ecografista “viendo” minuciosamente un feto y su constitución
anatómica, donde yo solo veo manchas. El “ve lo que ve” porque se ha entrenado
durante largos años. En el segundo caso tendríamos la experiencia del arte. Leo
el fragmento de Borges “El puñal” y ahora ya no veo un simple fiyingo, ahora
veo otra cosa, veo un objeto cargado de simbolismo, poder, mito, veo a los compadres
de las orillas, y veo la muerte de César. Puede parecer increíble, pero nada me
habilita a desconfiar de la percepción del artista (que puede ser también la
mía).
En sus inicios la
retórica no sólo pretendió ser la cuidadora de un concepto de racionalidad más
amplio que el puramente filosófico.[40]
Quería también mantener un discurso a la altura de los hombres, un estilo que
suscite cercanía, y así corrija la incurable tendencia de los intelectuales a
la abstracción y lejanía.[41]
La toma de
distancia, la objetivación, la búsqueda de una perspectiva imparcial, ha sido
el imperativo metodológico que ha gobernado el saber filosófico (episteme) y científico. Dudar de las
bondades de este imperativo es ciertamente una impostura. Pero también es claro
que, desde este lugar no se llega a modificar los aspectos subjetivos más
acuciantes, precisamente porque el método filosófico exige una ascesis de
des-subjetivación. ¿Cómo recuperar este “yo” una vez que le hemos dado muerte?
Tal vez, conjeturan los grandes maestros de los tropos, un golpe de efecto, un
recurso brusco, instantáneo, puede hacer lo que la lenta progresión de premisas
y conclusiones no.
El filósofo, interesado en las cuestiones prácticas,
preocupado por mantener un discurso que tenga efecto en el plexo emocional y
epistémico del auditor, debe volver una y otra vez a la pregunta: ¿cómo se
fijan, suscitan o modifican nuestras emociones? Lo que he querido mostrar es
que, si la pregunta se hace con seriedad, el filósofo encontrará, sin demasiado
esfuerzo, la retórica.
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[1] El siguiente artículo presenta las conclusiones (y sus
fundamentaciones) de mis últimas investigaciones en el campo de la retórica y
la filosofía práctica. Dichas investigaciones han sido realizadas en el marco
del proyecto de investigación (CONICET): Ética
y Retórica, y del proyecto de investigación: Razones no epistémicas en la argumentación, (UNGS, código de
referencia: 30/1140).
[2] Nussbaum adscribe a los filósofos del primer tipo humeano: “La
filosofía está al servicio de los hombres, busca satisfacer sus necesidades más
profundas, hacer frente a sus perplejidades más urgentes. La filosofía busca
llevar al hombre de la infelicidad a cierto estado de florecimiento personal”.
(Nussbaum, 2003, 21)
[3] “¿No es cierto que los hombres todos queremos ser felices? La
respuesta es tan obvia que no podemos hacerla sin vergüenza, ¿quién de hecho no
desea ser feliz?”. Platón, Eutidemo
278e, en (Platón, 1987, 218).
[4] Ya nadie piensa que la elección terminológica es, en Platón, una
mera cuestión de gusto. Al hablar de “esclavo”, “prisionero”, y “enfermedad”,
claramente está disponiendo al lector hacia una actitud negativa en relación
con el estado del habitante de la caverna (que, según él, somos nosotros).
Finalmente, luego de todo el tortuoso proceso de adquisición de la verdad
(filosófica), sentencia Platón. “,-y si se acordara de su primera morada, del
tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio,
¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?”. Platón, República 516c, en (Platón, 1988, 341).
La felicidad y la compasión funcionan, aquí, como criterios de comprensión.
[5] “¿Cuál es el bien supremo entre todos los que pueden realizarse?
Sobre su nombre, casi todo el mundo está de acuerdo, pues tanto el vulgo como
los cultos dicen que es la felicidad, y piensan que vivir bien y obrar bien es
lo mismo que ser feliz”. (Aristóteles, 1985, 1095a, 132)
[6] En San Agustín no
hay una búsqueda de la verdad por la verdad misma. No hay amor al saber
(filosofía) por el saber mismo. Agustín persigue la felicidad completa, la
salvación eterna. Por eso quiere la verdad, “pero la verdad se persigue solo
porque es beatificante, y sólo en tanto lo es”. (Gilson, 1949, 20).
[7] Hay ciertas “escuelas” que presentan un carácter híbrido. Las obras
de los estoicos, los epicúreos, ciertos momentos de Platón de Aristóteles; y
más acá la obra de Nussbaum, Hadot, o Conche, se tejen de un modo mixto, entre
retórica y filosofía.
[8] “Aquellos filósofos eran todavía muy filósofos, es decir, estaban
plenamente dedicados a la argumentación detallada, la exactitud, la generalidad
y el rigor tradicionalmente buscado por la filosofía, en la tradición de
reflexión ética que arranca, (en Occidente) con Sócrates”. (Nussbaum, 2003, p. 22)
[9] “Porque este y no otro es el problema. “De qué te sirve definir la
compunción si no la sientes” Dice el kempis. Y, ¿de qué te sirve meterte a
definir la felicidad, si no logra uno con ello ser feliz?”. (Unamuno, 1983, p. 118)
[10] La formación del carácter es fundamental porque dispone al sujeto
de una determinada manera para todas sus actividades. Aristóteles advirtió, con
lucidez, que hay una relación entre nuestro modo de ser (nuestro ethos) y nuestras capacidades afectivas
y cognitivas. En el fondo, sentimos lo que sentimos y pensamos lo que pensamos,
porque somos como somos. Unamuno condensa esto en una frase lapidaria: “No
suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que
es nuestro optimismo o nuestro pesimismo (...) el que hace nuestras ideas
(Unamuno, 1983, 27)
[11] La akrasía (debilidad de
la voluntad) es la puerta de ingreso
principal para demoler el argumento de Sócrates y Platón acerca de la relación
entre saber dialéctico, argumental, y ser. Si la relación fuera lineal/causal,
esto es, si el saber, así entendido, impacta directamente en el ser, entonces
no existiría la “incontinencia”. Pero la incontinencia existe. “Se podría
argumentar cómo un hombre que tiene recto juicio puede ser incontinente.
Algunos dicen que ello es imposible, si se tiene conocimiento: pues, como
Sócrates pensaba, sería absurdo que, existiendo el conocimiento, otra cosa
dominara y arrastrara como a un esclavo. Sócrates, en efecto, combatía a
ultranza esta teoría, y sostenía que no hay incontinencia, porque nadie obra
contra lo mejor a sabiendas, sino por ignorancia. Ahora bien, este argumento está en oposición manifiesta
con los hechos”. (Aristóteles, 1985, 1145b 24 y ss. p. 293) El subrayado es
mío, sólo quiere remarcar la importancia que Aristóteles da a los hechos
humanos, y el modo en que una “evidencia” hace superfluo un contraargumento.
Aristóteles no argumenta, sólo describe en qué consiste la incontinencia, cómo
es posible, y cómo esa evidencia desbarata el edificio socrático.
[12] En estos últimos años la bibliografía sobre las emociones ha
explotado en todas las direcciones. Para un riguroso y gobernable análisis
remito al lector a (Nussbaum, 2008, Primera Parte, cap. 1)
[13] Me refiero, claro está, a De
Rerum Natura de Lucrecio.
[14] Aunque tal vez no debería ser tan sorprendente. Muchos filósofos
abogan por un pensamiento poético. Unamuno es uno amigable, y tiene mucho que
decir sobre este tema. Heidegger es otro, más ruidoso, más oracular, pero bien
alejado de los problemas éticos que estamos tratando.
[15] Es agotadora la discusión acerca del origen de la retórica. Parece
que proviene de una combinación de elementos poéticos y prácticos
(político/jurídico). En efecto, en tanto disciplina de la palabra, la retórica
se puede remontar a la tradición poética y trágica. Ya en la Ilíada, Homero muestra el gran respeto
que los atenienses tienen por el poder del discurso (por ejemplo en la figura
de Néstor, el “rey - orador”). También la tradición trágica deja en claro la
centralidad de las técnicas discursivas y lingüísticas para la comprensión y la
persuasión. La escisión del coro ditirámbico (entre un líder y el coro, o entre
la antífona y el coro) fue de especial importancia, porque remarca el gusto que
tenían los griegos por las antítesis y sus emparejamientos discursivos. Este
ascendente poético es muy importante para la retórica, a tal punto que, en
algunos contextos, poética y retórica pueden ser intercambiables. Luego se
agregó la cuestión jurídica y política, lo que llevó a la retórica a procurarse
una teckné argumentativa propia de
esos campos. Para una larga tradición, que va de Aristóteles a Quintiliano
(haciendo escala en Cicerón), la retórica fue inventada por Córax, en Sicilia,
hacia en 476 AC. Córax habría ideado un método de razonamiento y argumentación
para poder resolver los conflictos de propiedad que se generaron luego de
recuperadas las tierras confiscadas por los tiranos. Para un estudio
contundente de los inicios de la retórica ver (Murphy (ed.), 1989, 9 y ss).
[16] En Institutione Oratoria
Quintiliano expone una tesis similar. Sobre el principio del texto expresa la
necesidad de llamar “retóricos” a aquellos que se llaman “filósofos”. Es claro
que, en esta época (siglo I dC) los límites entre una y otra disciplinas eran
más lábiles, más plásticos que hoy. Sofistas, filósofos, oradores, eran, muchas
veces, confundidos.
[17] ¿Quién maneja la palabra? “Nada hay, a mi juicio, más excelente
(...) que poder con la palabra, gobernar las sociedades humanas, atraer los
entendimientos, mover las voluntades, y traerlas o llevarlas a donde se
quiera”. (Cicerón,
1951, p. 23). “That discourse has the power to move people through its action
on an audience's emotion is an ancient and foundational insight for rhetoric”.
Kastely James “Rhetoric and Emotion” en (Walter Jost, Wendy Olmsted (eds).
2004, p. 222). En adelante: (Kasteley 2004).
[18] Nussbaum, pensando en el problema de la adquisición de las virtudes
cívicas, dice algo similar. “Se le podrían dar al niño definiciones abstractas
de estos conceptos [se refiere al valor, la moderación, la dignidad, la
rectitud, etc.]. Pero para comprender todo su significado (...) requiere
aprender sus dinámicas en escenarios narrativos”. (Nussbaum, 2005, p. 157)
[19] Incómodo porque “pueden haber algunas visiones del mundo y de cómo
vivir en él (...) que no pueden expresarse total y adecuadamente en el lenguaje
de la prosa filosófica convencional, un estilo notoriamente plano y carente de
asombro, sino en un lenguaje y en formas que sean a su vez más complejos, más
alusivos, más atento a las particularidades”. (Nussbaum, 1995, p. 43)
[20] Comparemos el agitado diálogo de Casandra con el coro en la
tragedia de Esquilo, con el prístino y desemocionalizado diálogo entre Sócrates
y Fedón. O también el terrible soliloquio de Medea con el diálogo que Marco
Aurelio entabló con él mismo, y que denominó Meditaciones.
[21] En este sentido recuerda Nussbaum: “los griegos no consideraban, ni
nosotros debemos hacerlo, que ser poeta fuese un asunto neutral desde el punto
de vista ético. Las decisiones estilísticas —la elección de ciertos metros,
imágenes y vocabularios— se relacionan estrechamente con una determinada
concepción del bien. También nosotros hemos de ser conscientes de esta
conexión. Al preguntarnos qué concepción ética nos parece más convincente,
hemos de interrogarnos por la forma o formas de escribir que expresan de manera
más adecuada nuestra aspiración a convertirnos en seres humanamente
racionales”. (Nussbaum, 2016, 44)
[22] La estructura misma de la Retórica de Aristóteles muestra la
inadecuación del logos argumental para la finalidad de la educación y el
análisis ético/retórico. Si todo se redujera a creencias, juicios y
razonamientos inferenciales, la Retórica se
hubiese cerrado con el libro I. Sin embargo, los otros dos libros (las
emociones y las figuras) son de extrema importancia. Cfr. (Kasteley, 2004, 223)
[23] ¿Hasta dónde llega la razón en nuestra vida emocional?, ¿cuál es su
fuerza? En algunos casos se muestra inútil y altanera. Unamuno pone en su lugar
a los amantes de la razón: “Frente al
riesgo y para suprimirlo me dan raciocinios en prueba de lo absurdo que es la
creencia en la inmortalidad del alma; pero esos raciocinios no me hacen mella,
pues son razones y nada más que razones, y no es de ellas de lo que se
apacienta el corazón”. (Unamuno,
1983, 68)
[24] “If an audience concedes the
rightness of an argument but is not moved to act on the basis of that argument,
then the argument fails as an effort in rhetoric”. (Kasteley,
2004, p. 237)
[25] (Mi sugerencia es que, en algunos casos, la unidad relevante en el
comportamiento de un hombre, el patrón en el que encajan sus juicios y
acciones, debe entenderse en términos de una estructura emocional subyacente, y
que la comprensión de este tipo puede ser esencial).
[26] “When rhetors compose their
speeches, they need to focus on character and emotions because these influence
the determination of the judgment to be internalized by the audience”. (Kastely, 238) (Cuando los retóricos componen sus discursos,
necesitan centrarse en el carácter y las emociones porque estos influyen en la
determinación del juicio para ser interiorizado por la audiencia).
[27] (Para una audiencia, la orientación emocional en una situación
juega un papel fundamental en la determinación de cómo una audiencia ve y
entiende una situación particular). Es decir, las cosas aparecen como aparecen
porque estamos en tal o cual estado de ánimo. Pero esto no es algo que podamos
evitar. No hay un “afuera” de los estados emocionales. El desdén, la
indiferencia, es también un estado de ánimo. La “ataraxia” es el estado de
ánimo al que aspiran, por ejemplo, los estoicos.
[28] La retórica se despliega, básicamente, en tres contextos: el
político, el judicial y el conmemorativo. En los primeros dos, la finalidad es
tomar una decisión, por lo que la cuestión argumental cobra centralidad. Pero
en el tercer contexto (género epideíctico)
no se tiende a una acción resolutiva, sino a presentar hechos, personas, con la
finalidad de reafirmar un valor, de sustraerlos del efecto disolvente del
tiempo y el hábito. Por ello, el género epideíctico
emparenta a la retórica con la poética y la tragedia. “Las especies de la
retórica son tres en número, pues otras tantas resultan ser la de los oyentes
de los discursos. Y es que en el discurso se implican tres factores: quién
habla, de qué habla y para quién (...) Y el oyente es forzosamente espectador o
juez, y el juez ha de serlo de lo que ya ha ocurrido o de lo que va a ocurrir
(...) de modo que por fuerza tendría que haber tres géneros de discursos
retóricos: deliberativo, forense y de exhibición”. (Aristóteles, 2022, 1358b, p.
63-64.)
[29] El Dr. Rieux asiste a la insoportable agonía del hijo del juez. Han
sido días muy duros en una Orán azotada por la peste. Pero el Dr. reconoce,
frente a la imágen del “inocente crucificado”, que hasta ahora se había
indignado en abstracto. Fue necesaria esa presencia, ese calor y olor a
sufrimiento, ese tiempo del desenlace infinito, para comprender con su cuerpo,
el absurdo. El lector, que se atreve a esos pocos párrafos, queda visiblemente
consternado, igual que el Dr. (Cfr. Camus, 1995, p. 167-169). “Esto significa que lo propio de las
emociones es su conexión con la imaginación y con la representación concreta de
acontecimientos, lo cual las distingue de otros estados de juicio más
abstractos (...) Si pienso en un dolor distante, pongamos la muerte de muchas
personas en un terremoto en China hace mil años, creo que probablemente no
sentiré aflicción, a menos y hasta que pueda representarme vívidamente ese
acontecimiento mediante la imaginación”. (Nussbaum, 2008, p. 89) Ver un poco
más abajo, en esa misma página, la centralidad de la visión en el ejemplo de la
foto de su madre. Cicerón exhorta al orador a mantenerse a la altura del hombre
medio, de su sentido común. Porque allí vive, se mueve, existe: “Y así como en las demás artes es lo más
excelente lo que se aleja más de la comprensión de los ignorantes, en la
oratoria, por el contrario, el mayor vicio está en alejarse del sentido común y
del modo usual de hablar”. (Cicerón, 1951, p. 19)
[30] La idea según la cual, en la comprensión se pone en juego, no sólo
nuestro intelecto, sino también nuestros afectos, emociones y pasiones, no es
un invento de la retórica. Los griegos, que gustaban del drama trágico, habían
acuñado el término “catarsis” para señalar el efecto que la representación
busca en su espectador. Este efecto, emocional, no era un añadido. Formaba
parte del criterio de comprensión. Para un proteico análisis de la relación
“catarsis - retórica” remito a Jeffrey Walker “Pathos and Katharsis in
“Aristotelian” rhetoric”, en (Gross -
Walzer (eds.), 2000, p. 74-93)
[31] “Cuando considero (...) el pequeño espacio que ocupo e incluso que
veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me
ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí y no allí”. (Pascal, 1993,
Pensamiento 68, p. 39)
[32] Hay, en esta función del poeta, algo similar a la función de los
discursos epideícticos: mantener una
sensación, por medio de una cercanía, para lograr una verdadera comprensión.
[33] Esto no quiere decir que la mirada no se pueda educar. Hay, en
efecto, un modo de aprender a mirar, pero una vez adquirida, la mirada opera
espontáneamente, sin la intervención activa del sujeto.
[34] Me estoy refiriendo al Platón del Banquete, Fedón y República. En
Fedro presenta una opinión diferente sobre el papel de la retórica.
[35] Villoro distingue, con mucha precisión, “conocimiento” de
“sabiduría”. La sabiduría no desdeña lo particular y tiene una finalidad vital.
“Su lenguaje no puede pretender precisión. Conserva la oscuridad y la riqueza
de una multiplicidad de significados (...) La sabiduría procede por
repeticiones verbales, metáforas, asedios lingüísticos, imágenes sucesivas”.
(Villoro, 1989, p. 229) Hay una idea, que sugiere todo el análisis de Villoro,
y que seguramente se encuentre en otros autores: cuanta más profundidad
alcanzamos, más figurado se hace el lenguaje. En otras palabras, la
superficialidad permite precisión terminológica (univocidad) y claridad
argumental, mientras que las cuestiones últimas de la vida humana solo se
clarifican por medio de la multivocidad y el lenguaje retórico.
[36] En Contra los Sofistas,
Isócrates acusa a la dialéctica platónica de ser mera erística, esto es, de
buscar disputar sin preocuparse por el fondo de las cosas. Además, observa que
en la propuesta pedagógica de Platón hay una estafa manifiesta, pues promete a
los alumnos obtener un conocimiento que no está al alcance de los hombres.
“Creo, en efecto, que está claro para todos que conocer de antemano el porvenir
no es propio de nuestra naturaleza; sino que estamos tan lejos de esta
capacidad que Homero, el que ha conseguido mayor renombre por su sabiduría, ha
hecho que incluso los dioses deliberen sobre ello, no porque conociera su
manera de pensar, sino con la intención de demostrarnos que esto es una de las
cosas imposibles para los hombres. Y estos individuos han llegado a tal
atrevimiento que intentan convencer a los jóvenes de que, si tienen trato con
ellos, sabrán lo que se debe hacer y, por medio de esta ciencia, serán
felices”. (Isócrates, 1982, p. 33-4).
[37] Ricoeur atribuye al poema “el poder de transformar la vida gracias
a una especie de cortocircuito operado entre el “ver-como…”, típico del
enunciado metafórico, y el “ser-como…”. correlato ontológico de este último”.
(Ricoeur, 2009, 880)
[38] La metáfora acerca lo que, gracias a la conceptualización, está
lejos y no nos conmueve. Este contacto sólo es posible gracias al poder
escenificador del lenguaje poético/retórico. La retórica sabía que, para
comprender, hay que participar: “el que profiere un verso de Liliencron ha
entrado en la batalla”. (Borges, 1989, 307)
[39] En efecto, los grandes oradores advertían el peligro de reducir la
razón a razón deductiva, dialéctica o analítica. Hay toda una zona de
racionalidad más abierta, probabilística, analógica, casuística, etc. que es
propia de la esfera práctica de la vida humana.
[40] A propósito de esto dice Finkielkraut: “El lector [profano] se
irrita al ver la experiencia humana encerrada en textos abstrusos y convertida,
¡colmo de desvergüenza!, en un conocimiento esotérico, en una ocupación de
especialistas seleccionados con cuidado. Lo que el profano no perdona al
filósofo es el hecho de que éstos se adueñen de los problemas de todo el mundo,
de que los profesionalicen, de que los oscurezcan y de que por fin los
restituyan pero en un lenguaje del que queda excluido todo el mundo. (Finkielkraut,
2008, 17)