Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
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.
A cartography of the savage: between the
Caliban trope and the daughters of Sycorax
Paula Massano
Universidad Nacional de La Pampa, la
Facultad de Ciencias Humanas, Argentina.
Recibido: 21/03/2023
Aceptado: 28/06/2023
Resumen.
América Latina puede ser cartografiada como la Gran Canibalia.
Esta opera como
una ficción política que organiza lo decible y pensable
respecto de los afectos
que constituyen la “verdad” sobre América Latina.
Sin embargo, no siempre se la
ha entendido en un mismo sentido. Por ello, frente al debate sobre su
verdad
histórica hay que guardar cierta distancia interesada. Pues, es
preciso ver
sobre ella no la oportunidad de encontrar los hechos históricos
que la
respalden sino la posibilidad de reflexionar sobre la
conformación colonial de
los idearios de la modernidad. Nos proponemos reflexionar en torno a la
situación colonial. Esta surge del encuentro entre los
“civilizados” y los
“primitivos”; el “yo” y los
“otros”; el “colono” y el “indio”.
Recuperaremos
una lectura feminista de La Tempestad analizando la figura de Sycorax.
Esta
apunta a un tipo de micropolítica de la subjetivación que
inscribe otra
relación en esa obra clásica sobre la conquista. Es un
personaje que desde el
silencio de lo invisible se dispuso a acoger los movimientos del deseo
desde
cuerpo-vibrátil activando lo que Suely Rolnik llamó una
“nueva suavidad”.
Palabras Clave.
canibalismo, afecto, deseo; subjetividad, encuentro colonial.
Abstract.
Latin America can be mapped as the Great Canibalia. This operates as a
political fiction that organizes what is sayable and thinkable with respect to
the affects that constitute the "truth" about Latin America. However,
it has not always been understood in the same way. For this reason, it is
necessary to keep a certain interested distance on the debate on its historical
truth. In order to see about it not the opportunity to find the historical
facts that support it, but the possibility of reflecting on the colonial
conformation of the ideologies of modernity. I propose here to think on the
colonial situation. This arises from the encounter between the
"civilized" and the "primitives”; the “colonizer” and the
“Indian”. We will recover a feminist reading of The Tempest by analysing the
figure of Sycorax. This allows us to analyse at a micropolitical level the form
of subjectivation in order to inscribes "another relationship" in
that classic work of Shakespeare. Sycorax is a character who, from the silence
of the invisible, set out to welcome the movements of desire from the vibrating
body, activating what Suely Rolnik called a “new softness”.
Keywords. Cannibalism,
affect, desire; subjectivity, colonial encounter.
América
caníbal es una especie de puta mítica disponible y aterradora que se desea y
que se teme
Carlos
Jáuregui (2005)
Hay en el
colonialismo una función muy peculiar para las palabras: ellas no designan, si
no que encubren
Silvia
Rivera Cusicanqui (2010)
América
Latina puede ser cartografiada como la Gran Canibalia.
Esta opera como una ficción
política que organiza lo decible y pensable respecto de los afectos que
constituyen la “verdad” sobre América Latina. Sin embargo, no siempre se la ha
entendido en un mismo sentido. Por ello, frente al debate sobre su verdad
histórica hay que guardar cierta distancia interesada. Pues, es preciso ver
sobre ella no la oportunidad de encontrar los hechos históricos que la
respalden sino la posibilidad de
reflexionar sobre la conformación colonial de los idearios de la modernidad.
Si, como nos señala Silvia Rivera Cusicanqui (2010) en Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos
descolonizadores, en el discurso del colonialismo las palabras no designan,
sino que encubren; es menester partir de las imágenes del pasado, porque ellas,
al sustraerse del ordenamiento histórico oficial, pueden “reabrir la pretendida
objetividad del presente” (Cusicanqui, S. 2010, 6). Es por eso que quisiéramos
comenzar este artículo evocando el grabado de América de Phillipe Galle (1581-1600). En él aparece la feminidad
siniestra de la tierra incógnita. Nos señala Carlos Jáuregui que “[l]a
feminización del territorio y de los sujetos colonizados, [opera como] un tropo recurrente del pensamiento
colonialista” (Jáuregui, C. 2005, 78) Este es enunciado como un signo de un
complejo dispositivo del deseo. Mujer y tierra que se desea conquistar se
muestran como un cuerpo-tierra que se ofrece o puede ser tomado a voluntad;
pero también, un signo que amenaza contra la identidad.
En el centro de la imagen se puede ver el
cuerpo desnudo y deseado de una mujer, que sin dudas se asocia alegóricamente
con América si prestamos atención al título del grabado. En una de sus manos
sujeta una lanza y en la otra sujeta la cabeza fresca de un conquistador. Esta
imagen femenina representa un monstruo deseado y feroz. Sobre el fondo aparece
un arco y unas flechas; en los pies de esa ogresa,
describe Jáuregui a propósito de la imagen de Phillipe, yace un brazo que
sujeta un hacha y un pájaro carroñero deseando apetitosamente los restos de
cuerpo humano. Esta disposición del pájaro salvaje se puede ver representada en
la mujer, que lleva en su cabeza una corona de plumas. De esta imagen se
desprende que América Latina puede ser cartografiada como una Gran Canibalia que sin dudas nos abre al
discurso de la otredad que sustenta, simbólicamente, el surgimiento de un deseo
colonial por el cuerpo-otro que da
paso a los motivos más tercos del horror colonial y uno de los pilares sobre
los que se apoya el mito de la modernidad: el miedo a ser comido (Jáuregui, C.
2005, 82).
Nos proponemos a reflexionar en
torno a la
situación colonial. Esta surge del encuentro entre los
“civilizados” y los
“primitivos”; el “yo” y los
“otros”; el “colono” y el “indio”.
Este contacto
crea un conjunto de ilusiones y malentendidos que es menester pensar:
¿cómo
operan los procesos de subjetivación en este encuentro?
¿Cuál es la política de
subjetivación dominante en esta relación? La
situación colonial implica la
intersección de condiciones objetivas e históricas, pero
también de la actitud
del hombre ante esas situaciones. Comprender, cuestionar y reflexionar
en torno
a estas actitudes es fundamental para entender las transformaciones del
deseo
en las sociedades contemporáneas, en especial las de las
sociedades colonizadas
como las latinoamericanas, porque, como dice Fanon, “una sociedad
es racista o
no lo es” (2015, 94).
No hubo causa de terror más recurrente en
el imaginario europeo sobre América que la de ser sacrificado, destrozado y
devorado por el otro salvaje, ¿cuál es la actitud del hombre ante este miedo?
Una serie de relatos, crónicas, epistolarios, grabados pueden dar cuenta,
repetida y vastamente, que estxs salvajes atravesados por el apetito y la
fiereza operan como la marca identitaria de esa tierra que llamaron incógnita,
desierta o “nuevo mundo”. Por otro lado, si el motor del proceso de
subjetivación es el deseo ¿qué tipo de agenciamiento encarna el tropo caníbal?, ¿qué afectos intensifica
la relación antropofágica con el otro? ¿Por qué comer, devorar, apropiarse del
otro? El encuentro colonial despierta lo que Rolnik llamó el factor de
a(fe)ctivación (1989, 35), este nos permite habitar lo ilocalizable en el
encuentro con el otro, pero este afecto puede ir en direcciones muy diferentes
e incluso contradictorias, por lo tanto, ¿qué direcciones ha seguido el tropo caníbal? ¿Qué lugar ocupó lo
femenino en esa cartografía canibalesca? ¿Qué posibles movimientos del deseo se
pueden trazar a partir de estas imágenes?
En un primer apartado titulado “Entre un
canibalismo salvaje y el propio: una trampa discursiva de la diferencia”
reflexionaremos, por un lado, en torno a cómo la invención del tropo caníbal operó como ideario
identitario del mito de la modernidad en la época de la conquista. Pues, como
lo señaló Enrique Dussel (2012) el ego
conquiro es el punto de partida, el inicio de la modernidad, y no el ego cogito como nos hizo entender el
discurso histórico de Occidente, pues, la conquista de América es anterior a
René Descartes. El discurso del colonialismo encubre la verdad histórica
forjando identidades cerradas y opacas que clausuran los procesos de
singularización. Exploraremos los movimientos del deseo que mueven y con-mueven
las subjetividades en la época de la conquista de América distinguiendo entre
el yo-caníbal y el otro-caníbal. Sobre esta distinción y lo que Carlos Jáuregui
definió como la “trampa especular de la diferencia” (2005, 199) se funda el
ideario identitario de la modernidad. Por otro lado, también analizaremos cómo
la invención del tropo caníbal operó
como ideario identitario del contra-discurso de la modernidad en las décadas
del 60 y 70 en Latinoamérica. Pondremos el acento en la figura de Calibán de
Williams Shakespeare y la apropiación heroica que este hace de las herramientas
del amo Próspero para invertir el símbolo de caníbal en términos positivos. En
esta oportunidad, daremos una vuelta de tuerca más a la trampa especular de la
diferencia para fundar a través de ideario de la identidad el mito de la
revolución, el Calibán-heroico.
En un segundo apartado, “Desde el tropo de “las hijas de Sycorax” a la
matriz calibánica” incorporaremos al análisis de esta cartografía canibalesca
la imagen femenina. Recuperaremos una lectura feminista de La Tempestad analizando
la figura de Sycorax. Bruja de la tierra incógnita, madre de Calibán, ella
opera como un principio geográfico realzando lo que hay de salvaje en ese
cuerpo-tierra, de no discursivo en ese cuerpo-materia, de no identitario en ese
cuerpo-vibrátil. Lo femenino apunta a un tipo de micropolítica de la
subjetivación que inscribe otra relación en esa obra clásica sobre la
conquista. Es un personaje que desde el silencio de lo invisible se dispuso a
acoger los movimientos del deseo desde cuerpo-vibrátil activando lo que Suely
Rolnik llamó una “nueva suavidad” (2013, 407). Esto es, buscó insertarse en la
cartografía salvaje, apelando a otros modos de semiotización sin caer en la
materia de expresión de la fuerza física, militar, epistémica y moral evocados
por el tropo caníbal antes descripto.
Pues, Sycorax no ingresó en el ideario identitario de la modernidad de la misma
forma que Calibán; como tampoco operó de la misma forma en el imaginario
revolucionario de las subjetividades latinoamericanas. Esta figura sacude,
derrumba ambos montajes discursivos que operan como formas para garantizar la
consistencia social y la captura de los procesos de subjetivación.
Lo que te da terror, te define mejor,
No te asustes, no sirve, no te escapes,
volvé
Volvé, tocá, míralo dulcemente esta vez
Que hay tanto de él en vos
Pero hay más de vos en él.
Gabo Ferro
Carlos Jáuregui, el autor de Canibalia. Canibalismo, calibanismo,
antropofagia cultural y consumo en América Latina (2005), recompila una
amplia evidencia textual, icónica, que va desde los diarios de los viajeros
hasta obras de teatro que muestran sobradas pruebas de que el tropo caníbal ha servido tanto para
fundar como para impugnar el mito de la modernidad. Jáuregui se pregunta quién es Calibán y nos
señala que el valor de la respuesta a esa pregunta no está puesto en la
pretendida correspondencia con el mundo, sino en la autoridad de la
enunciación. A modo de pregunta: ¿quién tiene la autoridad suficiente para
narrar a Calibán? Hombres que comen carne humana los hubo siempre, sin embargo,
hay una asociación tautológica del caníbal con los Caribes, uno de los pueblos
que más se resistieron a la conquista, “eran los más valientes, los más
batalladores habitantes de las tierras que ahora ocupamos nosotros” señala
Fernández Retamar[1] en su
libro Todo Calibán (2000, 15-16).
Pero, ¿acaso no hubo caníbales-blancos? En este primer apartado trabajaremos en
torno a la distinción entre el canibalismo salvaje y el canibalismo propio.
En la transmutación axiológica de la figura
de Calibán lo que se revela, nos advierte Carlos Jáuregui, es la “fragilidad de
la diferencia (…) que amenaza con el reconocimiento de sí mismos en la alteridad”
(Jáuregui, C. 2005, 200). Como nos canta el músico argentino Gabo Ferro (2011),
“hay tanto de él en vos, pero hay más de vos en él” (0m21s). Esto nos recuerda
que la construcción del otro-caníbal en el escenario colonial es especulativa,
y nos pone en evidencia más de la mismidad (yo), que del objeto (otro) de su
conocimiento, dominio y deseo. Pues bien, el texto colonial edificó la figura
de un “otro-caníbal” a imagen y semejanza del “yo-caníbal”[2]. Las
narrativas en torno a los caníbales descansan sobre una pretendida
“autosuficiencia y fijeza de su significado” (Jáuregui, C. 2005, 205). Sin
embargo, el tropo caníbal articula y
desarticula, configura y transfigura un espacio más bien plagado de
incertidumbre y ambigüedades; de encuentros, pero también de desencuentros con
las propias imágenes del espacio colonial. Esto es, este tropo sirve tanto para fundar como para impugnar el mito de la
modernidad y su misión civilizatoria.
La figura del caníbal se erige como un
maestro del colonialismo y al mismo tiempo del contra-colonialismo: es la
conjunción del otro y el yo. Retomando las palabras de Jáuregui “el caníbal no
ha sido exorcizado como posibilidad de la esfera del ego” (Jáuregui, C., 2005,
200) en dos sentidos: tanto en la figura del caníbal-blanco, como en la del
otro-caníbal que habiendo aprendido la lengua del colonizador la usa para
insultar. En este aparatado analizaremos ambos sentidos para pensar la trampa
en la que se cae con los discursos de la diferencia y poner en evidencia su
fragilidad que amenaza con el reconocimiento de sí mismos en la alteridad.
En primer lugar, reconstruiremos la figura
del yo-caníbal o el canibalismo blanco. El término canibalismo es la práctica
de comer carne humana, pero en varias enciclopedias se puede observar una
conexión entre el qué, quién y dónde. Llama especialmente la atención de Carlos
Jáuregui la definición de la Encyclopaedia
Britannica. En ella señala que el término deriva de la palabra en español caríbales o caníbales, usadas para los caribes, una tribu de la West Indies bien conocidos por su
práctica de canibalismo. Sin embargo, cuando la enciclopedia amplia la
definición en torno al dónde ubicar a los caníbales, esto lo hace en el margen
de la vida moderna. Leemos
la cita que recupera Jáuregui de la enciclopedia:
Though many
early accounts of cannibalism probably were exaggerated or in error, the practice prevailed until modern times
in parts of West and Central Africa, Melanesia (especially Fiji), New Ginea,
Australia, among the Maoris New Zealand,
in some of the island of Polynesia, among tribes of Sumatra, and in various
tribes of North and South America […] In any case, the spread of modernization usually results in the prohibition of such
practices. (Jáuregui, C.2005, 202. El subrayado es del
autor)
Como nos muestra esta descripción es
posible leer una equivalencia tautológica entre los caníbales y los caribes,
tribu de las “indias occidentales”. Pero la tautología va más allá de la
equivalencia, es una operación discursiva constitutiva no sólo del espacio
colonial, sino del discurso de la modernidad. Caníbales se pueden hallar en
varias partes del mundo y en todos los tiempos. Pero, ¿qué sentido tiene esta
figura para la vida moderna?
La pregunta por quién es caníbal adquiere
un nuevo sentido en la modernidad y el valor de la respuesta, el posible mapa
que se pueda cartografiar, no depende de la correspondencia con la realidad,
sino más bien de la autoridad de la enunciación: ¿quién hace la pregunta?
¿Quién responde? ¿Quién tiene la autoridad suficiente para narrar al caníbal?
¿Quién es el que devora? ¿Qué prácticas específicas se siguen de quien define a
Calibán? ¿Qué consecuencias tienen dichas prácticas? ¿Qué consecuencias tiene
para el caníbal?
La pregunta por quién es devorado o quién
devora al otro en la modernidad “ha sido históricamente formulada desde una
autoridad militar, epistemológica y académica de decir y decidir quién es el
caníbal” (Jáuregui, C. 2005, 204). Pero lo curioso es que esta pregunta se
funda en el presupuesto implícito y al mismo tiempo reconfortante de saber que
quien hace la pregunta no es el caníbal. El caníbal no se nombra a sí mismo, ni
tiene consecuencias de sí. El caníbal es la etiqueta del lenguaje de los otros.
Caníbal es el indio, caníbal es el otro. Sin embargo, Carlos Jáuregui nos
señala una amplia y basta evidencia de que no siempre el caníbal fue el otro.
El explorador, el misionero como el
antropólogo también pueden ser leídos como caníbales si se los analiza desde un
lugar-otro. Hay una serie de textos descoloniales que han procurado y se han
ocupado de descentrar la óptica colonial haciendo aparecer los caníbales
modernos como el conquistador, el etnógrafo y el capitalista[3]. Por lo
tanto, si en las descripciones de aquellos que viven una vida moderna no aparecen
los discursos antropofágicos, es porque las definiciones del canibalismo las ha
manejado histórica y sistemáticamente un relato de la modernidad. ¿Es posible
un relato-otro de los “encuentros culturales”, un relato en el que el hombre
blanco es para los indígenas un caníbal? Carlos Jáuregui nos advierte que sí es
posible, pero no bajo la mirada más perturbadora de la presencia del otro, sino
del encuentro más material posible con el yo-caníbal. Recuperaremos el ejemplo
del caníbal famélico que utiliza Carlos Jáuregui para profundizar en el
argumento del caníbal-blanco. Estos surgen a partir de las narrativas del
fracaso fruto de la experiencia del desastre colonial; en otras palabras,
cuando el ego conquiro fracasa
aparece la brújula moral que conduce el deseo en dirección al telos de regreso, de regreso a casa, a
la propia identidad.
En los escritos de Ulrico Schmidel,
publicados por primera vez en 1567[4], se narra
la experiencia del mercenario alemán que participó en la malograda expedición
de Pedro de Mendoza al Río de la Plata. Estos relatos de un soldado raso
cuentan la experiencia de un “itinerario de hambre y penurias” (Jáuregui, C.
2005, 206). Al parecer los indios querandís
compartieron con ellos su comida, hasta que se negaron a hacerlo cuando el conquistador
Pedro de Mendoza había enviado una expedición contra ellos. Schmidel narra que,
cuando las provisiones empezaron a escasear, los azotaba una hambruna
insoportable. Cita Jáuregui sus escritos: “la gente no tenía qué comer y se
moría de hambre (…) Fue tal la pena y el desastre del hambre que no bastaron ni
ratas ni ratones, víboras y otras sabandijas; hasta zapatos y cueros, todo tuvo
que ser comido” (Jáuregui, C. 2005, 206). La hambruna era tal que unos
compañeros españoles habían robado un caballo para comerlo a escondidas y por
eso, fueron colgados, y luego “otros españoles cortaron sus muslos y otros
pedazos del cuerpo de los ahorcados, se los llevaron a sus casas y allí se los
comieron” (Jáuregui, C. 2005, 206). No se puede negar la retórica legitimadora
del canibalismo famélico, claramente el contexto y la situación que se describe
en el relato Schmidel es elocuente en sí mismo, pero también elusivo, pues, es
el hambre y no el oro el que todo lo puede, concluye Jáuregui su argumento.
Esto muestra como el canibalismo-blanco es
“usado estratégicamente como un tropo
de alteridad por asociación” (Jáuregui, C. 2005, 208), sólo se da en
situaciones extremas y extraordinarias, en donde los españoles se encontrarían
en una suerte de “«identidad en tránsito» por la alteridad y «en riesgo» de
disolverse en ella, pero sostenida por el telos
del regreso” (Jáuregui, C. 2005, 208). El relato de Schmidel presenta la
contracara del canibalismo-salvaje y a propósito de él profundiza Jáuregui:
en los límites geográficos y simbólicos del
imperio; en un espacio de representación donde los intercambios entre la
alteridad y la mismidad son intensos, y la frontera entre la una y la otra se
desdibuja. El encuentro del canibalismo es por lo menos incómodo, dado que
ocurre dentro del sistema cultural de la identidad. (Jáuregui, C. 2005, 210)
La imagen de hombres portadores de la
misión civilizadora comiendo carne humana fue, sin dudas, perturbadora para el discurso de la
modernidad. Y nos encontramos ante un esfuerzo discursivo por distinguir
moralmente la antropofagia europea de la aborigen haciendo una clasificación
entre el canibalismo-salvaje y el canibalismo-propio, instalando no solo una
jerarquía entre ellos, sino tratando de mantener una “razón civilizatoria”. Es
“el yerro y en última instancia el hambre, [la que] descubre la materialidad
del apetito del conquistador” (Jáuregui, C. 2005, 213). Este camino trazado
entre el ego conquiro, el desastre
colonial, el comer la comida del otro y comer al otro, quiebra la diferencia
entre el ego conquiro y la alteridad,
y nos expone ante la cruda mismidad.
Este ejemplo nos pone ante la evidencia de
una política del deseo que permanece sorda a los efectos de las fuerzas que
agitan el mundo en su condición de vivientes, ignorando aquello que Suely
Rolnik llamó, “saber-del-cuerpo” (2019, 100). El deseo de comer al otro habita
la subjetividad del caníbal-blanco como un cuerpo a tal punto extraño e
imposible de absorber que se vuelve aterrador, razón por la cual habrá que callarlo
a cualquier costo y lo más rápido posible, como si pudiera lograr la
conservación del status quo
de su
propia identidad luego de devorar al otro. Por eso, el discurso
colonial crea
la situación de excepción, que habilita la distancia
moral. La tensión entre lo
“extraño” y lo “familiar”, la
“alteridad” y la “mismidad” conlleva una trampa
discursiva, el terror del discurso colonial moderno no es el de ser
devorado
por el otro, sino el horror a la confusión promiscua de desear
como el otro;
“el miedo al desvanecimiento de la diferencia”
(Jáuregui, C. 2005, 230) el
horror no es ya al otro, sino a “ser el otro”, por ello,
para el discurso
colonial-moderno lo “familiar” se vuelve siniestro en la
retórica del otro.
Otra contracara de la trampa especular de
la diferencia se puede observar en la apropiación de la figura de Calibán por
el discurso revolucionario latinoamericano de las décadas del 60 y 70. El tropo caníbal va a ser reclamado con
orgullo como nuestro símbolo latinoamericano; escribe Roberto Fernández
Retamar: “[n]o conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación
cultural, de nuestra realidad (…) ¿qué es nuestra historia, qué es nuestra
cultura, sino la historia, sino la cultura de Calibán?” (Fernández Retamar, R.
2000, 32). Esta transmutación axiológica de la figura de Calibán produce un
principio de diferencia apelando a un privilegio epistemológico de
apropiación/traducción del caníbal. Es el propio Calibán que se da cuenta de
que hay un malestar en el ambiente, su cuerpo se contrae, ya no conduce las
intensidades del cuerpo, encuentra algo que despierta su cuerpo vibrátil, su
factor de a(fe)ctivación; entonces, se agudiza su sensibilidad, y toma coraje
para exteriorizar sus afectos: “CALIBAN - ¡Me habéis enseñado a hablar, y el
provecho que me he reportado es saber cómo maldecir! ¡Que caiga sobre vos la
roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!” (Shakespeare, W. 2003,
532).
Calibán asume los valores impuestos, los
hace propios, aprehende el lenguaje y las ciencias del colonizador, pero los
asume torciendo el camino de la historia. “Asumir nuestra condición de Calibán
implica repensar nuestra historia desde el otro
lado” (Fernández Retamar, R. 2000, 37). Pero la experiencia de Calibán, su
propia experiencia sensible, puede y debe ser comprendida por el otro porque,
como dice Frantz Fanon, “el problema del negro, no es del negro” (2015, 95). Es
necesario sentir por dentro la desesperación de Calibán frente a hombre blanco.
Estudiar esta figura es poder llegar a tocar su miseria, es acercarse a él
afectivamente, por ello es menester preguntarse qué podemos analizar del
encuentro colonial, del encuentro entre Próspero y Calibán: ¿qué activa su
factor de a(fe)ctivación? Como señala Suely Rolnik, de este vínculo se puede
aprehender la “activación de diferentes potencias de la subjetividad en su
dimensión sensible” (Rolnik, S. 2007, 3).
Esta apropiación simbólica de la figura del
caníbal propia de las décadas del 60 y el 70 activa lo que Rolnik llama el
“militante-en-nosotros” (1989, 144) que crea un principio de diferencia
apelando al privilegio de la traducción/apropiación; es decir, asume los
valores impuestos por el encuentro colonial, pero lo hace para tomar conciencia
y torcer la historia. Esto, desde una lectura macropolítica, implica una
lucha contra el poder como soberanía que se ve reflejada en la resistencia de
Calibán hacia la dominación y explotación de Próspero, es una resistencia a las
condiciones objetivas e históricas, que sin dudas encarna un proceso vital
atendible; que encarna a un principio moral, nos diría Rolnik (1989), que
naturaliza un sistema de valor y con él interpreta, juzga y pronostica lo que
acontece o lo que se espera que deba acontecer: la revolución. Sin embargo,
rechaza el encuentro colonial en bloque y por ello se resiste de igual modo a
la realidad del encuentro en la propia subjetividad.
Desde una lectura micropolítica, si
analizamos la política del deseo del encuentro colonial, el tropo caníbal acaba siendo, muchas veces
sin saberlo, abiertamente reactivo. El principio de diferencia al que apela el tropo caníbal acaba inventando el mito
de la identidad, no ya la de la identidad moderna, sino la de la identidad
caníbal. Pues, dicen que pretende defender y rescatar su identidad, atribuida a
algún rasgo, ancestral, originario transformándose en esencia. A propósito,
señala Rolnik que la identidad, en el fondo, es el mito fundacional de este
sistema, un mito de referencia profundamente anclado en la subjetividad de
todos (Rolnik, S. 1989, 153). En este sentido, el mito de la identidad crea el
mito de la revolución y este último es el único que le daría sentido al
encuentro cultural. En otras palabras, a nivel micropolítico, Calibán siente
una “urgencia agónica” (Rolnik, S. 1989, 156) por cambiar la situación y ante
ella insulta.
Del mito de la identidad del caníbal-blanco
y del caníbal-otro se sigue un modo de producción de subjetividad que clausura
el cuerpo vibrátil, captando sólo el campo visible y consciente del deseo,
produciendo una subjetividad cosificada. Mientras que el caníbal-blanco
mantiene la centralidad de los significados y los valores luchando contra el
sentido caníbal al definirlo como siniestro y estigmatizándolo, los
caníbales-otros reivindican la figura de caníbal como esencia, como si
aceptaran el leguaje y los valores impuestos solo para reivindicar con fervor
la identidad cultural propia invirtiendo el valor negativo para asumirlo
orgullosamente. Pero, ¿qué pasa aquí con el encuentro? ¿Qué pasa con el
encuentro colonial? ¿Podemos pensarlo como encuentro cultural? El encuentro
entra en tensión porque las propias subjetividades se piensan como territorios
fijos, esenciales. Del encuentro no se sigue ya un desarraigo, un proceso de
producción. El tropo caníbal, tanto
para la versión del caníbal-blanco como la del caníbal-otro, mantiene capturado
al sujeto porque lo tiene rebatido sobre sí mismo, bloqueándolo. Esto puede ser
problemático, no por el sentido que le da el tropo caníbal a la lucha latinoamericana, sino por la captura en sí
misma. Pues, nos señala Rolnik (2019) que un agenciamiento sólo puede ser
experimentado como identidad, original o no, por un inconsciente que ha perdido
el poder de actuar como agencia.
Todos
sentimos el anhelo de lo salvaje. Y este anhelo tiene muy pocos antídotos
culturalmente aceptados. Nos han enseñado a avergonzarnos de este deseo. Nos
hemos dejado el cabello largo y con él ocultamos nuestros sentimientos. Pero la
sombra de la Mujer Salvaje acecha todavía a nuestra espalda de día y de noche.
Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda
cuatro patas.
Clarissa Pinkola Estés
La pregunta sobre quién se come a quién ha
sido respondida, desde la autoridad militar y epistemológica de decir y decidir
quién es caníbal[5]. Sin
embargo, hay sujetxs que, posicionándose del lado de lo monstruoso,
canibalesco, salvaje aparecen fuera de lo discursivo, fuera de lo narrable.
Este es el caso de Sycorax, la bruja, la madre de Calibán.
Carlos Jáuregui recurre al tropo de las “hijas de Sycorax”
(Jáuregui, C. 2005, 761) para examinar el archivo histórico de la crítica
feminista a La Tempestad de Shakespeare. Este tropo,
epistémico-político, le permite explorar el sujeto calibánico femenino, y
complejizar, desde la perspectiva de género, aún más el tropo Calibán. Lo que observa el autor en la literatura escrita por
mujeres en América Latina y el Caribe, es una matriz calibánica que explora la
intersección entre raza, sexo, clase y género.
En este
apartado nos interesaría recuperar algunas de las críticas feministas a la
concepción androcéntrica de la cultura que, implícita o explícitamente, ampara
el tropo Calibán como personaje
heroico de la revolución latinoamericana. La crítica feminista, que va desde
trabajos teóricos, literarios hasta producciones artísticas y performáticas,
han optado por diversas estrategias. Algunas de ellas buscaron la feminización
de Calibán, en donde su monstruosidad abriga la idea de una feminidad siniestra
y la limitación represiva del habla. Otras recurrieron a la afirmación de
distintos personajes conceptuales como los de Miranda (Donalson, L. 1992;
Fusco, C. 1995) y Sycorax (Cliff, M. 1991; Pachelo, S. 2020; Federici, S.
2015).
En La Tempestad de William Shakespeare
Calibán afirma su rebeldía, no sólo insultando a Próspero sino también al
intentar violar a Miranda. Esto puede poner en evidencia la misoginia que
encarnan estas figuras, sin embargo, también se pueden encontrar lecturas que
acentúan la afinidad política de Calibán con Miranda, como por ejemplo en Otra tempestad (2000) de Raquel Carrió y
Flora Lauten. Miranda aquí deja de ser una propiedad de Próspero y, lejos de
manifestar Calibán su rebeldía intentando violarla, entre ellos “[s]e miran, se
huelen, se tocan. Juegan juntos” (Carrió, R. y Lauten, F. 2000, 34). Miranda en
esta obra desea al monstruo “¡Calibán! ¡Calibán! (…) ¡Quiero poblar esta Isla
de calibanes!” (Carrió, R. y Lauten, F. 2000, 41).
También es posible encontrar una apelación
al valor simbólico de Sycorax como geografía de identidad. En Una tempestad de Aimé Cesaire, Calibán
describe a su madre como un “principio geográfico de la feminidad” (Jáuregui,
C. 2005,766); esto se puede leer cuando en defensa de ella le contesta a
Próspero:
¡Muerta o viva, es mi madre y no voy a renegar
de ella! Además, vos creés que está muerta sólo porque vos creés que la tierra
es algo muerto… ¡Es tanto más cómodo! ¡Como está muerta, entonces se la
pisotea, se la mancilla, se la desprecia con un pie vencedor! Yo la respeto,
porque yo sé que ella está viva, y que Sycorax vive.
¡Sycorax, mi madre! ¡Serpientes! ¡Lluvia! ¡Relámpagos! (Césaire, A. 2011, 65)
Sycorax es la monstruosidad sexual, la
bruja, la hechicera que experimenta el encuentro colonial y que desde el
silencio de lo invisible se dispone a acoger los movimientos de
desterritorialización y territorialización de sus afectos. Es un escalofrío,
una sensación, se acerca más a una intensidad que a una certeza. La imagen que
puede quebrar con tanto discurso transfigurado y desfigurado del epítome de
Calibán-heroico como una manera de estar en nuestra América la habilita la
figura de Sycorax, la imagen sin voz que evoca presencia sin representatividad
propia. Es ese vacío latente que despierta inquietud en su ausencia. Sycorax es
tácita, presciente y visceral, vive en el borde del mundo, hechicera-creadora
que, como dice Clarissa Pinkola Estés, “acecha todavía a nuestra espalda de día
y de noche” (2009, 9).
El problema de desterrar la figura de
Sycorax, es que lo que hay de salvaje en ese cuerpo materia no es discursivo.
Sycorax, mujer salvaje, bruja y madre de Calibán no tiene voz propia, sólo
aparece en La Tempestad de Williams Shakespeare a través de la voz de Próspero,
quien la confinó a vivir encerrada en un árbol; y a través de la voz de
Calibán, su hijo, quien no parece reclamar su libertad. Incluso en la
reescritura de Aimé Césaire los personajes femeninos (casi) no hablan. Ella es
el símbolo invisibilizado. Pero es desde su invisibilidad que emerge su
resistencia.
La recuperación de las críticas feministas
a La Tempestad y a la tradición
ensayística latinoamericana nos muestra cómo es posible activar símbolos
invisibilizados por la historia. Escribe Silvina Pachelo a propósito de Sycorax
“[s]oy la que ve y escucha aun en ausencia. Soy el alma de esta isla, la madre
tierra. La entraña en este calvario silencioso” (2020, 73). Estas reescrituras
como la de Pachelo realzan una figura de la madre de Calibán que se niega a
doblegarse al poder y permanece en activa rebeldía con respecto a un sistema
que la anula porque no la puede asimilar. Estos textos buscan interpelarnos
para crear mundos, activan la escucha afectiva que apela al pasado para poder
vivir en otro presente. Para poder modificar el mundo presente es necesario
re-imaginarlo, re-narrarlo; es por ello que, en esta cartografía calibanesca
que busca narrarse desde el vientre de Sycorax se pretende resaltar la
importancia de aquellos afectos feministas descoloniales que no sólo la Europa
Occidental buscó silenciar, sino que la historia de la revolución
latinoamericana también pasó por alto.
El afecto y
efecto generados al resaltar su grito silencioso posibilitó el
devenir-cuerpo-presente desde la invisibilidad. En otras palabras,
devenir-cuerpo-presente es comprender que ese personaje estaba en la obra de La tempestad, es darle un valor real a esa figura de la mujer, es también
evidenciar que la tradición ensayística latinoamericana la invisibilizó. Esto
nos abrió el camino a hacerla presente, traerla a la memoria no sólo en los
términos en los que ya estaba escrito sino también en la posibilidad de
re-imaginarla y re-escribirla. Haciéndonos eco de las palabras de Silvia Rivera
Cusicanqui (2019) podríamos pensarlo como quipnayra:
nos encontramos en el camino con su ausencia, su silencio y nos detuvimos ante
ella.
Quipnayra,
de la lengua aymara, significa futuro-pasado. Es
una forma de hacer memoria como acto metafórico, nos explica Cusicanqui
siguiendo a José Lezama Lima. Este escritor cubano entiende que la memoria se
encarna en sujetxs metafóricxs y “en su gesto interviene no sólo la
imaginación, sino el sentido de pertinencia que tiene el pasado para el
presente” (Rivera Cusicanqui, S. 2019, 95). Siguiendo con esta forma de hacer
memoria es preciso preguntarse ¿qué sentido de pertinencia tiene el encuentro
colonial? No es posible tomar distancia de aquel encuentro, pero tampoco es
sencillo apropiarse de él para revertir la situación.
La simbólica de Sycorax da cuenta de que el
encuentro colonial genera un movimiento en el deseo, en donde ciertas
intensidades ganan y pierden sentido produciendo mundos y fragmentando otros al
mismo tiempo. La recuperación del concepto de memoria aymara quipnayra es una interpelación
epistémica que insiste en un modo de existir que se vuelve cuerpo. El existir,
nos señala Suely Rolnik, no comienza ni termina en el individuo, sino que su
origen reside en los “efectos de las fuerzas del mundo que habitan en cada uno
de los cuerpos que componen el mundo (…) [y al mismo tiempo] el mundo es
producto de las formas de expresión de esas fuerzas” (Rolnik, S. 2019, 34). Es
por ello que en la cartografía-caníbal es preciso resaltar la pertinencia de
Sycorax y en el devenir de su presencia buscamos materializar el
devenir-sycorax. Se trata de habitar la paradoja entre el caníbal-blanco y
caníbal salvaje promoviendo un vínculo ético que propone un profundo
sentimiento de interconexión entre el ego
y los otros.
Federici (2010), en su compleja pero vasta
obra Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo
y acumulación originaria, señala que Sycorax no ingresa en el imaginario
revolucionario de la historia de Latinoamérica de la misma forma que Calibán.
Pues, la madre de Calibán tanto en la obra de Shakespeare como en la
cartografía canibalesca reconstruida, por ejemplo, por Roberto Fernández
Retamar (2000), permanece invisibilizada. La escritora feminista ironiza al
respecto señalando que “Calibán sólo pudo luchar contra su amo insultándolo en
el lenguaje que de él había aprendido, haciendo de este modo que su rebelión
dependiera de las «herramientas de su amo»” (Federici, S. 2010, 308):
Sycorax, una bruja “tan poderosa que dominaba
la luna y causaba los flujos y reflujos” (La
tempestad, acto V, escena 1), podría haberle enseñado a su hijo a apreciar
los poderes locales —la tierra, las aguas, los árboles, los “tesoros de la naturaleza”—
y esos lazos comunales que, durante siglos de sufrimiento, han seguido
nutriendo la lucha por la liberación hasta el día de hoy. (Federici, S. 2010, 308)
Es un personaje que, desde el silencio de
lo invisible, se dispuso a acoger los movimientos del deseo, a partir de la
escucha del cuerpo-vibrátil y activando lo que Suely Rolnik llamó una “nueva
suavidad” (2013, 407). Ésta es la invención de otra relación con el cuerpo y
con encuentro colonial. Devenir Sycorax implica salir de todos esos modos de
subjetivación propios del tropo
caníbal, salir de la voluntad de poder sobre el cuerpo del otro para
reivindicar la subjetividad no como identidad sino como singularidad.
No existe una unidad evidente en la figura
del caníbal-blanco ni en la del caníbal-salvaje, estas son correlativas a
dispositivos discursivos y no discursivos que son modelizantes. La idea de
devenir Sycorax está ligada a la posibilidad o no de un proceso de
singularizarse. El giro silencioso que encarna la figura de la madre de Calibán
alude justamente a la posibilidad o no de entrar en ruptura con lo modelizante.
El silencio, no significa que no tenga voz sino la posibilidad o no de
pronunciarse, de hacerse presente. Devenir Sycorax se trata de una economía del
deseo que busca poner en cuestión las relaciones sociales fruto del encuentro
colonial justamente porque las relaciones sociales propias del tropo caníbal han clausurado el devenir.
Carrió, Raquel y Lauten, Flora. 2000. Otra tempestad. La Habana: Ediciones
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Césaire, Aimé. 2011. Una tempestad. Buenos Aires: El 8vo. Loco.
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Jáuregui, Carlos. 2005. Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en
América Latina. España: Fondo Editorial Casas de las Américas.
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Buenos Aires: Tinta Limón.
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Santillana Ediciones: 525-562.
[1]
Fernández Retamar en su libro Todo
Calibán traza un recorrido etimológico e histórico que explica la relación
entre el anagrama forjado por Shakespeare, Calibán y la conquista de América.
El nombre Calibán remite a la palabra caribe. Los caribes fueron aquellos
aborígenes de las tierras “nuevas” qué más se defendieron ante la llegada de
los europeos. En ellos quedó marcado el rastro de la resistencia heroica, eran
los más valientes, los que resistieron a la ocupación de quienes se hacían
llamar “civilización”. Estas narraciones que realizaron los conquistadores
sobre los americanos; tal y como nos lo demuestra claramente el escritor cubano
en “Calibán” publicado en Casa de las Américas en 1971; no son muy distantes de
la descripción que el emblemático escritor inglés Williams Shakespeare realiza
en La tempestad. El escritor
latinoamericano toma un fragmento del diario de navegación de Cristóbal Colón
en donde escribe “entiendo también que lejos de allí había hombres de un ojo, y
otros con hocicos de perro que comían a los hombres” (Colón, citado en Fernández
Retamar, R. 2006, 16); la palabra “caribe”, no tardó en deformarse a “caníbal”
y Shakespeare en alusión a estos escritos y siendo fiel a la aliteración vuelve
a deformarlo a Calibán. Aunque Colón confiesa más adelante no haberse
encontrado con semejantes monstruos sí testimonia que encontró gente que los
tenían por muy feroces y resistentes. En contraste con los caribes están los
arahuacos, quienes se presentan más pacíficos, mansos, hasta incluso temerosos
y cobardes. Estas dos visiones de los aborígenes americanos no tardaron en
difundirse por Europa, uno de los trabajos que logró ese cometido fue el ensayo
de Montaigne “De los caníbales” de 1580, obra que en 1603 aparece publicada en
ingles por Giovanni Floro, quien no sólo era amigo de Shakespeare, sino que se
conserva un ejemplar de esa edición que el mismo dramaturgo conservó y anotó.
Esto nos da prueba suficiente, como bien rastrea el escritor cubano, de que
este trabajo fue fuente directa de la obra La
tempestad, escrita en 1611. Para una explicación más profunda remitirse a
Fernández Retamar, Roberto. 2006, 15-19.
[2] Usaremos la expresión “otro-caníbal” para referirnos al
indígena o nativo que come carne; y la expresión del “yo-caníbal” para el
caníbal blanco o caníbal famélico, haciendo referencia a los diferentes relatos
y textos coloniales en donde se evidencia que el europeo, el hombre blanco
también es un caníbal.
[3] Cabe destacar aquí el ensayo De los caníbales (1508) de Michel Montaigne y Ariel (1900) de Enrique Rodó.
[4] Este relato fue ilustrado por Johann Theodorus De Bry en
un grabado acerca de la expedición de Mendoza de la edición de 1597.
[5] En el tratamiento que hemos realizado en torno a la figura
del caníbal-blanco y el caníbal-salvaje hemos buscado mostrar que existe una
relación entre autoridad militar, epistemológica y académica de decidir quién
es caníbal. En el primer caso, al definir en términos epistémicos lo caníbal
como lo salvaje de la mano del hombre académico blanco habilitó la empresa
militar de la conquista de América y la consecuente evangelización de la
población. Por el otro lado, la apropiación epistémica que realiza el sujeto
latinoamericano de la figura del caníbal propició las acciones militares de
resistencia.