Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 28 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2025 /
Emotions in Political
Contemporary Art:
Universidad de Granada, España
Recibido: 01-07-2024
Aceptado: 01-04-2025
Resumen. Este artículo reflexiona sobre
papel moral y político que tres emociones muy distintas, la ira, la pena y la
empatía, juegan en determinados géneros o formas, igualmente diferentes, dentro del
arte político contemporáneo. De esta manera, se pretende mostrar su
contribución al significado de obras y proyectos en la medida que las emociones
integran la dimensión estética del arte. Pero, sobre todo, se enfatiza su
relevancia para un posible impacto social, a la vez que se amplía el registro
de lo que suele entenderse por arte político, más allá del activismo, y se
reivindica el rol de emociones consideradas “blandas”, incluso “femeninas”, en
lo que se ha consolidado ya como una transformación del régimen emocional del
arte contemporáneo.
Palabras clave. afectos en el arte, ira,
pena, empatía, arte político, estética del cuidado.
Abstract. This article reflects on the moral
and political role that three different emotions (anger, grief and empathy)
play in also rather different forms of political contemporary art. Thereby, the
paper tries to show their contribution to the meaning of artworks and projects,
insofar as emotions integrate the aesthetic dimension of art. But, most of all,
their relevance for any social impact of art is emphasized. Furthermore, the
range of what is usually understood as political art is broadened beyond artistic
activism, and emotions for a long time considered “soft”, even “feminine”, are
vindicated as part of what is already confirmed as a transformation of the
emotional regime of contemporary art.
Keywords. artistic affects, anger, grief,
empathy, political art, aesthetics of care.
Este
artículo reflexiona sobre el papel
moral y político que tres emociones concretas y bien
distintas, la ira, la pena y la empatía, juegan en
determinados géneros o formas, igualmente diferentes, dentro del arte político
contemporáneo. De entrada, hablar de emociones en el arte político
contemporáneo puede extrañar, porque cierto discurso habría excluido el
carácter afectivo de la producción artística contemporánea, con frecuencia
también y en buena medida por esa razón, tildada de “política”. El discurso al
que me refiero califica asimismo el arte contemporáneo de “anti-estético”.
El
texto está estructurado de manera que comenzará por analizar algunos de los
principales argumentos que habrían avalado este relato de la des-estetización
del arte contemporáneo con el fin de combatirlos y mostrar la relevancia de lo
estético tanto para la constitución del significado como para el posible
impacto del arte político, precisamente en virtud del carácter afectivo que la
dimensión estética del arte acarrea. Este primer apartado sienta el marco del
posterior análisis en los siguientes apartados de las tres emociones citadas al
dejar clara la pluralidad tanto de las cualidades estéticas de las obras de
arte como de las emociones que expresan y promueven, así como de los modos en
que se dan las relaciones entre el arte y la política, distinguiendo entonces
diferentes clases de arte político. La visión más común lo asocia a la denuncia
o la protesta que exhibe, por tanto, ira e indignación ante la injusticia y los
problemas sociales. Pero no podemos olvidar la presencia e importancia ética y
política del arte conmemorativo, como el de los memoriales en honor de los
caídos en una guerra o conflicto, asociados a la pena por duelo. Finalmente,
proliferan entre las prácticas contemporáneas los proyectos artísticos
colaborativos que demandan la participación cooperativa de sus “espectadores”.
Enfocados estos proyectos a distintos objetivos sociales y políticos, me
centraré en las prácticas que promueven relaciones de cuidado para las cuales
sentir empatía es esencial. El artículo termina con unas breves conclusiones.
No
pretendo, por lo tanto, abarcar todas las formas de arte político contemporáneo
y sus efectos emocionales. Los límites de espacio aquí no dejan abarcar toda la
complejidad de los casos que trato. Pero
creo que atender a estas tres modalidades permite argumentar no solo la
conexión entre los afectos y la comprensión de las cosas que distingue al arte
sino marcar el valor de esas emociones para su posible impacto político. A la
misma vez, reivindico el rol de emociones consideradas “blandas”, incluso “femeninas”,
como una transformación del régimen emocional del arte contemporáneo. En
definitiva, quiero mostrar que la dimensión afectiva, estética, de las obras de
arte contribuye de manera fundamental a hacer del arte la manera de pensar el
mundo que es y, en la medida que lo intente, a construirlo y transformarlo por
muy diferentes vías.
No obstante, las tendencias que continuaron el legado
vanguardista de principios del siglo XX en corrientes tales
como el conceptualismo artístico, las críticas marxistas y feministas de la
estética, la teoría posmoderna de la crítica de arte, etc., han sido
particularmente hostiles a lo estético. Las razones eran tanto teóricas
como políticas. [1] En El abuso de la Belleza, Arthur Danto afirma que dadá
representa paradigmáticamente “la vanguardia intratable”, capaz de abrir un
espacio lógico para un arte que no fuese juzgado por su apariencia, en
especial, por su belleza (2003, p. 49). En décadas posteriores se consumaría el
proceso de des-estetización a modo de giro conceptual, ofreciendo un arte
centrado en el significado, proclamando la total desconexión del arte con la
sensibilidad, en sus dimensiones perceptivas y afectivas. Pero el arte se separó
de lo estético también por su rechazo radical a cualquier pretensión de placer,
decantándose por lo feo, lo abyecto, lo ominoso, lo desarticulado y
fragmentario. Serían las cualidades representativas de un arte político que el propio Danto denominó
“disturbatory” (1990, p. 299) y que quería desconcertar, escandalizar y enfadar
para cambiar la mentalidad de la gente respecto a
ciertos temas. De este modo, la crítica política vanguardista a la sociedad
burguesa bajo la guisa de una crítica a los valores estéticos con los que se
identificaba, habría continuado en el arte político contemporáneo en
una “cultura artística oficial [.…] dadá hasta la médula” (Danto, 2003, p. 58).[2]
He calificado de
“dogma” la idea de una des-estetización en el arte contemporáneo[3]. Sostengo el pluralismo de lo
estético que rechaza la tradicional identificación con lo bello, y con sus
efectos emocionales. La fealdad, la obscenidad o el asco son cualidades estéticas y cuentan
asimismo con una dimensión emocional que sería clave para el impacto político
del arte. Así, Goya emplea patetismo en su denuncia de los Desastres
de la Guerra, produciendo una “satisfacción estética” no reducible al mero
placer y que nos hace cargo de su
mensaje. La separación establecida entre un arte estético y uno conceptual y,
por consiguiente, entre lo afectivo y lo cognitivo merece ser impugnada.[4] De las cualidades estéticas se
destaca su función pragmática y retórica por cómo disponen al público a
experimentar sentimientos de una clase u otra respecto a lo que la obra
significa. Pero, como he defendido también, esa función no es “externa” o ajena
al significado mismo de las obras, sino que contribuye a constituirlo y a
realizar una comprensión correcta que incluye la emoción.[5]
Gerard Vilar recuerda que Gilles
Deleuze decía que,
si los científicos crean funciones y los filósofos conceptos, los artistas
crean “perceptos” o “conjuntos de percepciones, de sensaciones que sobreviven a
aquellos que los experimentan” (2021, p. 124). No hay que olvidar que, como señala
Vilar, la constitución estética del significado dota al arte de “una capacidad
de atracción sobre nuestra atención sensorial que despierta nuestro
pensamiento, nuestra reflexión sobre el sentido y el significado de lo que
percibimos” (p. 125).
De esta manera, no solo el arte no tiene que
ser bello o placentero para ser estético, sino que se hay que subrayar la
conexión entre conocimiento y afectos como propios de la experiencia estética
en el arte. El pensar artístico es siempre un pensar estético y por ello, aunque la crítica
posmoderna de lo estético aún ocupa un espacio muy importante en la teoría y
las instituciones ligadas al arte, no es de extrañar que, desde la década de
los 90, se venga hablando de un retorno a la estética.[6] Es más, como afirman Diarmuid
Costello y Dominique Willsdon, la cuestión de lo estético como tal habría
dejado de ser ya un problema para los artistas, preocupados por estudiar
precisamente las estrategias estéticas más convenientes a sus objetivos (2008,
12).
También en la historia del arte se está
produciendo una revisión de la lectura común de las prácticas
vanguardistas de los 60 y 70 que las interpreta como un intento de rechazar las
dimensiones expresivas o subjetivas, afectivas, del arte. Centrándose en las
artistas feministas, Susan Best considera que “de modos muy diversos, produjeron una obra
profundamente conmovedora” (2011, p. 2). Best es consciente de que, al marcar
los efectos emocionales que causa el arte feminista, corre el riesgo de que se
la acuse de sostener una posición retrógrada que alinee a las mujeres con lo
emocional, opuesto al dominio del pensamiento y la razón, asociados en la
tradición a la masculinidad. Pero precisamente lo que pretende es romper con
esos presupuestos y con la estigmatización posmoderna de las emociones en el
arte, reconociendo que la generación de afectos, sentimientos y emociones,[7] es una de las cosas que la
experiencia del arte proporciona. Best busca pues restituir la importancia de
la dimensión afectiva del arte que no desapareció de las tendencias artísticas
que han protagonizado la segunda mitad del siglo XX a pesar de caracterizarse
como “anti-estéticas, anti-expresivas y anti-subjetivas” (2011, p. 1). En esta
misma línea que yo también defiendo, otra historiadora del arte, Rebecca
Bedell, apunta asimismo que el mandato moderno de la originalidad condujo a
cierta necesidad de shock de lo nuevo buscando, como he descrito, lo
perturbador, asqueroso y horrible con muestras paradigmáticas en formas
artísticas como la performance. Sin embargo, Bedell identifica una
“transformación de las emociones en el arte contemporáneo” (2024). Apunta que
pudo comenzar en los 90, con la epidemia de SIDA como punto de partida para que
los artistas, además de rabia y protesta, expresaran pena, compasión, empatía y
cuidado, acelerándose el giro con el COVID.[8] El
régimen emocional del arte volvería a ser el de las “emociones blandas”
desaparecidas en buena medida por “la misoginia y el elitismo con las mujeres y
las clases bajas” del modernismo (Bedell, 2024, p. 3) y el amor, la empatía, la
compasión o el cuidado figuran ya sin pudor entre los objetivos de los artistas
“para hacer progresar la justicia social, política y medioambiental” (p.1).
En este punto, y
para explicar también por qué he elegido la ira, la pena y la empatía como
emociones que destacan en el arte político contemporáneo conviene precisar qué
debemos entender por arte político. Para ello me apoyaré en la clasificación
cuatripartita que propone Vilar (2017). Quizás la forma más evidente sea el
arte de denuncia o protesta ante el poder establecido y desarrollado
especialmente a lo largo del siglo XX. Aunque la forma más antigua y dominante
en la historia es la “celebratoria”, ejemplificada paradigmáticamente en
retratos o monumentos. Una tercera forma de arte político, propiamente contemporánea, no ofrece consigna alguna, sino que invita a
reflexionar y pensar por nuestra propia cuenta. Y, por último, el arte “de las
políticas de las capacidades” se dirige a alterar los roles y funciones de la
experiencia del arte para alterar las capacidades de una audiencia
participativa (p. 146). La clasificación no descarta multitud de
casos fronterizos, especialmente entre las dos últimas categorías. Aun así,
como anunciaba, mi análisis se centrará, primero, en la ira que parece demandar
el arte de protesta, luego en la pena, propia de los memoriales conmemorativos
y, finalmente, la empatía que demandan las relaciones de cuidado promovidas por
proyectos participativos que, a mi entender, funcionan como arte político “de
las capacidades” en el sentido de Vilar. Pena y empatía, quizá -veremos- cierta
ira, representan la transformación del régimen emocional que, según Bedell, se
habría producido en el arte contemporáneo, también político, mostrando
igualmente la diversidad que esconde la etiqueta más allá del arte
denunciatorio que, no obstante, sigue muy presente en el momento actual.
Resumiendo, al hablar de estética y
emociones, no se trata entonces de impugnar el supuesto nulo estatus estético
del arte contemporáneo apostando por un retorno al orden sino, al contrario, de
diferenciar y reivindicar el sentido profundo que lo estético, cargado de
afectividad, en su pluralidad, sigue teniendo para la constitución del
significado artístico y el poder de concienciación política, igualmente plural
y diverso, en su capacidad de hacernos pensar, sentir y, quizá, (inter)actuar
de ciertas maneras, al menos, mientras que los artistas lo sigan intentando.
Como
decía, el arte político denunciatorio y de protesta, aunque con señalados
precedentes en la historia del arte como Goya, se identifica con las
vanguardias, viejas y nuevas. Ellas han sido políticas en este sentido y han
manifestado un carácter transgresor, provocador e innovador que se tildaba de
anti-estético por su rechazo radical a cualquier pretensión de agradar. En
buena parte equivale al arte “disturbatorio” o “perturbador” del que nos habla
Danto. Los artistas muestran situaciones inquietantes, chocantes, escandalosas,
que acarrean dolor, violencia, humillación, injusticia y que nos perturban,
indignan y enfadan profundamente, empleando para ello estrategias estéticas
apropiadas a sus objetivos por la presentación que hacen del problema y los afectos
que acarrean. Por eso, este tipo de arte que se decía anti-estético, como
tantos otros movimientos artísticos modernos y contemporáneos, sin embargo,
muestra la relevancia política y moral de sentimientos y emociones.
En
efecto, en este ámbito de actitud de denuncia y protesta, destaca en especial
el valor que se ha concedido a la ira. Recordemos que Danto argumentó que,
asumiendo el papel de crítica social que representó la vanguardia, el arte
contemporáneo estaba profundamente politizado. Ahora bien, movido por la
responsabilidad de producir cierto impacto en el mundo real, el arte contemporáneo estaría asimismo
“políticamente lleno de ira” (Danto, 2003, p. 123).
Cuando lo que se busca es que se intente hacer algo respecto de la injusticia
social, la respuesta emocional apropiada, dice Danto, es la ira y la
indignación moral, que prolongan el conflicto e impulsan el contraataque
necesario para lograr esa movilización (p. 113). “Ira” aquí traduce la palabra inglesa anger que es la que Danto usa mayormente y que,
siguiendo a Martha Nussbaum (2016), designa una reacción airada que dispara la
respuesta del sujeto, profundamente disgustado con cierto estado de cosas.
En su
análisis, Nussbaum incide en que la reacción airada incluye como elementos
conceptuales dos ideas básicas, una, la de que un daño serio se ha infringido a
algo o alguien que nos importa, y otra, la de que “estaría bien que el que
causa el daño sufra por ello las consecuencias” (p. 5). De este modo, la ira
contiene una valoración cognitiva del daño, incluso aunque sea de manera
inconsciente y no se formule del todo (p. 263), y sobre la que uno puede estar
equivocado, naturalmente. Pero Nussbaum destaca también que se trata de una
emoción prospectiva, que nos lleva a realizar o exigir una acción retributiva,
en su caso primariamente de castigo y venganza.
Así
pues, Danto efectivamente tiene razón al demandar que lo más acorde al
activismo político sea estimular una emoción que mire al futuro y movilice la
acción. Sin embargo, para lograr según qué objetivos políticos, la ira sin más
no es útil, al contrario, suele ser contraproducente. Para Nussbaum, la ira
implica el deseo de que el que la hace la tiene que pagar y, eso pese a estar
profundamente enraizado en la naturaleza humana y proporcionar satisfacción a
nivel psicológico, resulta muy engañoso y no permite reconstruir las relaciones
humanas. Al contrario, desbocada, la ira alimenta las Furias, las
antiguas divinidades de la venganza que Esquilo retrataba como “obsesivas,
destructivas, existentes solo para infligir el dolor y el mal” impidiendo que
el amor y la justicia sean posibles (Nussbaum, 2016, p. 2).
No
obstante, tendríamos no ya el derecho sino el deber de rebelarnos ante el daño
y los abusos e intentar cambiar las cosas. Pienso que Danto planteaba su
reflexión en esta dirección y se apoyaba en ejemplos de un tipo de arte
contemporáneo “políticamente
lleno de ira” como el que presenció en la Bienal
Whitney de 1993; en particular, menciona la cinta de video que George Holliday
presentó del apaleamiento de Rodney King por parte de miembros de la policía de
Los Ángeles en 1991. La lucha anti-racista inspira asimismo la defensa que
Myisha Cherry (2021) hace de una ira justa y necesaria. La ira, dice, es
una emoción irremplazable en la lucha política por ser la respuesta apropiada a
la injusticia y la opresión. La ira nos señala el daño causado, expresa el
valor de lo oprimido y violentado, y nos llena de un optimismo que nos motiva a
luchar por la justicia y los cambios radicales en nuestra sociedad. Cherry
propone que usemos la energía de la ira, que la “metabolicemos” y canalicemos
su poder (2021, p. 24). Defiende entonces el valor intrínseco de la ira, a
pesar de ser a menudo denostada como políticamente improcedente, como haría
también, según Cherry, la posición de Nussbaum.
Nussbaum
admite lógicamente que la ira resulta justa y necesaria cuando la sociedad es
corrupta y brutal. Ahora bien, solo se conserva su cara noble si la furia se
domina y si en lugar de concentrarnos en la sed de castigo se piensa en buscar
un futuro mejor, lo cual no es fácil pero tampoco imposible. Para ello señala
un camino “de transición”, capaz de conducir su forma inicialmente retributiva
hacia el esfuerzo y la esperanza (2016, pp. 32- 33). Se trata de decir “Qué
horror, tenemos que hacer algo… ¿cómo se pueden mejorar las cosas?” (pp. 35,
37). De esta manera, el foco pasa del castigo y la venganza a lo que se puede
hacer para prevenir el daño, por lo que puede motivar una acción política útil
y efectiva. Nussbaum reconoce que la ira en transición se presenta como un caso
de ira poco común e incluso en el límite de la ira misma, difícil de encontrar
en una forma pura; además, separada del odio y la venganza, la ira es
compatible con el amor. A pesar de lo cual, Nussbaum enfatiza que “el foco” de
la ira en transición sigue siendo la injusticia y el agravio, de manera que
estamos realmente enfadados (p. 36). Para Cherry, sin embargo, una ira “en
transición” al amor y a la generosidad ya no es ira. Ella piensa que Nussbaum
la hace desaparecer de alguna manera para dar paso a emociones más amables, lo
que supone que la ira como tal no se defiende. Lo que no quita que también en
su reivindicación de una ira “transformadora” (no “en transición”), Cherry se
distancie del deseo de venganza y abogue por otro tipo de ira porque “el
objetivo es el cambio […] —no la destrucción de las cosas o la eliminación del
otro” (2021, p. 24). Argumenta que se ha de buscar justicia y una
transformación radical del estado de cosas en nuestras sociedades desde un
punto de vista inclusivo, sin dejar fuera a quienes han causado el daño. Señala
incluso que la ira “no solo es compatible” sino que “puede expresar amor
agápē”, un amor “universal que implica buena voluntad y respeto” (pp. 91, 90).
La ira que defiende Cherry no es destructiva y nos compromete a proyectos
comunes que disminuyan o prevengan el daño. Sabe que no es una posición fácil
de adoptar ni garantiza nada, pero desde esta perspectiva universalista,
separada del odio y la violencia, seguramente tendremos una idea más correcta
de lo que son las cosas, de la raíz de los problemas, que si nos enfurecemos de
otra manera (2021, pp. 36-52). Por todo ello, concluye, debemos apostar por la
ira transformadora y fortalecerla.
Mi
opinión es que Nussbaum y Cherry están bastante cerca en sus posiciones pues, al final, las
dos defienden un tipo de ira que se aleje del deseo de venganza y sea
constructiva, incluso compatible con un amor altruista. Esta ira puede tener
gran valor político y ser el objetivo del arte denunciatorio. Y no solo las
artes plásticas o visuales participan de esta tendencia que denuncia y pretende
mover conciencias cuando no iniciar cursos de acción política efectiva, también
la literatura. Charles Altieri (2003) ha puesto que de manifiesto que en la
reciente teoría de la literatura también se ha enfatizado el contexto social e
histórico, más que en el texto literario propiamente, acentuando una tendencia
a dar preeminencia al significado mientras se detrae la atención de los
particulares modos de experiencia afectiva presentada por las obras, similar a
la descrita arriba respecto a las artes plásticas. En línea con lo que he
defendido antes, el autor aprecia, además, las dimensiones cognitivas y morales
que se juegan en el terreno de las emociones. No debería extrañar entonces que
Myisha Cherry confiese que haber encontrado la inspiración para su defensa
de una ira transformadora en el trabajo de la poeta Audre Lorde. Lorde fue una
escritora afroamericana que se describió a sí misma como “negra,
lesbiana, madre, guerrera, poeta,” y dedicó tanto su vida como su talento
literario a confrontar y denunciar las injusticias del racismo, el sexismo, el
clasismo y la homofobia.[9] Como poeta es pues especialmente conocida por el
dominio técnico y la fuerza emocional con los que expresa la ira y la
indignación que le suscitaron las injusticias civiles y sociales que observó a
lo largo de su vida. Su poema Power fue escrito en
1973 después de escuchar en la radio que el policía que había matado a un joven
afroamericano, Clifford Glover, fue declarado no culpable por el tribunal que
juzgaba el caso. Lorde contó que
tuvo que parar el coche y se puso a escribir “enferma de ira”. En su libro
Cherry comenta Power:[10] “ella está intentando averiguar cómo
usar su propia fuerza y su rabia no para destruir o corromper, sino para
manejarla de una manera útil” (2021, p. 165). Cherry hace una defensa de la
“ira Lordeana”, “ira adecuada a una situación de
injusticia incesante y que puede resultar productiva para la lucha de
movimientos como el Black Lives Matter u otros movimientos políticos
como el feminismo y la lucha por los derechos LGTB (p. 16).
En conclusión, la ira que
conduce a rebelarse contra la injusticia no es nunca garantía de una causa
justa e, incluso cuando lo sea, lleva a menudo a acciones estúpidas y
peligrosas. El compromiso y el activismo político deben pues estar sujetos a
reflexión crítica. Ya advertía Susan Sontag que “no se puede pensar y golpear al
mismo tiempo” (2003, p. 118). No obstante, con Nussbaum y Cherry, he intentado mostrar que hay tipos
diferentes de ira y que esta emoción puede ser apropiada y efectiva
políticamente cuando, separada del odio y la venganza como sus objetivos,
canalice su energía motivacional de una forma constructiva, enfocada a la
solución de los problemas y la prevención del daño. Como comentaba Kathleen Higgins ante la vinculación que ya
comenzaba a hacer Danto de la ira con el activismo artístico “la mayor amenaza
para una acción política efectiva es la desesperación” y se necesita “no solo
compromiso y coraje, si no también fe” (1996, p. 283). La ira transformadora o
Lordeana va de la mano de la esperanza y la fe, también es compatible con el
amor.[11] Emociones, en cualquier caso, mucho
tiempo consideradas amables o débiles, según subrayaba Bedell, y que, en
efecto, parecen definitivamente incorporadas al régimen emocional del arte
político contemporáneo.
Con su
último libro, la misma Higgins se ha encargado de tratar la pena, otra emoción
olvidada también por la teoría filosófica, entre otras cosas por ser “una
manifestación vergonzosa de la vulnerabilidad y la dependencia humanas” (2024,
p. 49).
Estamos pues ante otra emoción “blanda”. Concretamente, Higgins analiza el
significado de la pena o el duelo que sentimos ante la pérdida de alguien
cercano o querido.[12] Y se sorprende de que, teniendo en cuenta la inevitabilidad de la
muerte y su impacto, la filosofía no haya dedicado más atención al duelo. Y es
raro especialmente en el caso de la teoría estética, dada la manera como la
gente de todas las culturas y a lo largo de la historia recurre a algún tipo de
práctica estética como respuesta a esta situación. No obstante, Higgins revela
que su interés por la pena procede en parte de otra reflexión de Danto en El
abuso de la belleza cuando afirmaba que la belleza era la respuesta natural
a la muerte y la pérdida y explicaba así la estética de ciertos rituales como
el hacer sonar música en los funerales o adornar con flores las tumbas de los
cementerios. Decía Danto que, como respuesta estética, la belleza es “como si
hiciese de catalizador, transformando el dolor crudo en una serena tristeza,
ayudando a que las lágrimas salgan y poniendo al mismo tiempo la pérdida, por
así decir, en cierta perspectiva filosófica” (2003, p. 111). Y asimilaba estos
efectos a los de las elegías en tanto que son “respuesta artística a unos
acontecimientos ante los que la respuesta emocional natural es la aflicción,
que el diccionario define como ‘profundo desconsuelo y pesar (como en la
pérdida de un ser amado)’” (p. 111). La elegía expresa dolor y se asocia
entonces a la pena y, como “forma de respuesta artística ante lo que no es
posible soportar, o que sólo cabe soportar”, “corresponde a uno de los grandes
estados de ánimo humanos” (p. 111).
Danto
resaltaba igualmente en el arte elegíaco su profundo significado moral y
político, similar al de los homenajes y rituales funerarios. Se manifestó
conmovido por la multitud de improvisados altares llenos de velas, flores,
poemas, etc., que llenaron la ciudad de Nueva York tras los atentados del 11 de
septiembre de 2001 y los equiparó en espíritu al de los memoriales como el
erigido en Washington D.C. en recuerdo a los Veteranos de Vietnam diseñado por
Maya Lin; su función es consolar y curar las heridas abiertas en la vida de los
americanos por el atentado o la guerra, si bien conducen asimismo a la
reflexión al tiempo que “eleva los espíritus” (p. 101). El caso es que, decía, “como la ocasión de la elegía es pública, la
tristeza es compartida. Deja de ser algo individual. Quedamos absorbidos en una
comunidad de dolientes” (p.165). No obstante, sospechaba Danto que sabíamos muy
poco de la psicología de la pena (p. 164) y éste es el hueco que Higgins quiere
llenar a la par que examina su conexión íntima con expresiones estéticas, que
van más allá de lo bello y son irremediablemente variadas a lo largo de la
historia, la geografía y la cultura de las distintas comunidades humanas.
Quizá
esta diversidad nos distrae del núcleo común, la universalidad y centralidad de
la emoción y su relación con lo estético, y ayuda a explicar el desinterés
filosófico por la pena. En todo caso, aun cuando las obras de arte no son los
únicos vehículos para la expresión de emociones, tampoco para el duelo, hay
muchas piezas e incluso géneros propiamente destinados a tal fin. Ejemplo son
las elegías y, en concreto, el memorial del que hablaba Danto, y que forma
parte del arte conmemorativo. En su tipología del arte político Vilar cita el arte
conmemorativo como parte
del arte celebratorio, que caracteriza como normalmente al servicio del poder,
si bien enumera el memorial a los caídos del Vietnam de
Washington como
ejemplo frente a otros como el denunciatorio Homomonument
de Amsterdam, o el memorial de Berlín a los Judíos Asesinados de Peter
Eisenmann, al que sitúa entre las políticas de la reflexión (2017, p. 149).[13] Este contraste entre el Memorial
de Washington y los otros me parece discutible. Conviene recordar entonces que
los memoriales no están exentos de provocar controversias estéticas y políticas
(y que el Memorial de Lin es precisamente un caso ilustrativo) [14] y que, como Danto argumentó, hay una diferencia entre “ser un memorial” y “ser un
monumento”. Puesto que, explica, erigimos monumentos para celebrar, o exaltar
mitos y valores compartidos y, por tanto, los monumentos son siempre para “siempre
recordar”, pero los memoriales se erigen sobre todo “para nunca olvidar”
(1987, p. 112).
Ahora,
suele ser una característica de las obras de arte y, en este caso, de los
memoriales que tardan tiempo en realizarse; por tanto, no constituyen una
respuesta inmediata a la muerte y pueden exhibir un carácter más reflexivo.[15] Aun así, para Higgins, como formas de expresar y canalizar la pena
los memoriales tienen funciones muy similares a las que apuntaba Danto,
incluida su carga moral y política.
De
hecho, la pena por duelo se presenta extendida en el tiempo, como un “proceso”,
lo cual puede llevar a pensar que no se trata de una emoción propiamente dicha,
sino que agrupa otros muchos estados (incluidos la tristeza, la desorientación,
la ansiedad, la culpa, el abandono, etc. que con frecuencia acarrea, también
positivos como la gratitud o el alivio) en el tiempo en que se produce la
clausura y superación del dolor que la provoca (2024, pp. 53-4). Sin embargo,
Higgins apuesta por seguir distinguiendo la pena como “una trayectoria
emocional extendida” (2020, p.12), caracterizada por el objeto que la causa, el
carácter de su proceso (para el que se proponen estadios típicos que van desde
el rechazo inicial a la aceptación y la reorganización de la vida, pasando por
la desesperación o la depresión)[16] y sus propósitos, entre los que figuran efectos terapéuticos a los
cuales las prácticas estéticas contribuyen. Higgins mantiene que el sentimiento de una
pérdida profunda hace que las personas busquen sentido a una realidad que ya no
lo tiene. Los rituales, cargados de aspectos estéticos, que “como Ellen Dissanayake observa, formalizan y canalizan un comportamiento emocionalmente motivado” (Higgins,
2020, p. 12) ayudan a restaurar la coherencia y reconectar con el mundo. Pero la autora discrepa de la idea extendida de que el luto
concluye con la clausura del dolor que permite -digamos- pasar página. Al
contrario, Higgins cree que esa idea levanta expectativas demasiado elevadas que hacen sufrir a
quien vive la pena y, por otra parte, le sitúa en una posición demasiado pasiva
que no deja ver el potencial creativo que también la pena permite. Lo que ella sugiere en cambio es ver la
clausura de la pena ciertamente como una oportunidad de mirar al futuro y
conseguir una adaptación a las nuevas circunstancias, que no elimina los lazos afectivos con los que ya no están.[17] Y, de nuevo, para esta tarea los medios
estéticos resultan de especial ayuda. La comunicación a través de gestos y
prácticas estéticas tiene la gran virtud de señalar lo especial y comunicar
actitudes, entre ellas el respeto y el amor, de gran valor para las sociedades
humanas que se nutren de experiencias compartidas y conexiones emocionales,
ayudando a construir la solidaridad (p. 14). Como modo
de expresión y canalización del dolor, las prácticas estéticas y en concreto el
arte conmemorativo, ayudan a los dolientes a vivir con la pena y reorganizar
sus vidas. Los memoriales honran a quienes ya no están, pero “(implícita o explícitamente) solicitan la
atención de los vivos” (Higgins, 2020, p. 18). Somos llamados a la solidaridad
con quienes han perdido a sus seres queridos y a prestar atención a esa
experiencia, ayudando a esta gente a reintegrarse en la comunidad. Como otras prácticas estéticas, las
imágenes y obras de arte proporcionan un medio de comunicación que da forma a
la expresión del dolor, acompaña y orienta a quien sufre por la pérdida de algo
o alguien querido, le permite mirar al futuro con esperanza y genera lazos de
solidaridad (Higgins, 2024, p.61).
Como
bien apunta Higgins, la consideración de que muchos memoriales y monumentos
puedan caer bajo la categoría de lo kitsch no debiera alterar su condición
artística (2024, 45). En efecto, la sentimentalidad, el uso manipulador y
propagandístico frecuente en el arte conmemorativo no ayuda, pero sería un
error asumir de entrada que estas obras, al igual que el arte celebratorio en
general, son estéticamente deficientes, tampoco necesariamente desde un punto
de vista político. De hecho, habría que evitar este tipo de sospechas que
suelen afectar al arte que tiene una funcionalidad práctica y provoca emociones
que son tildadas de corrientes o “no artísticas”. Nicholas Wolterstorff (2003) lanza esta
objeción a la teoría del arte occidental cuando se pregunta “por qué
la filosofía del arte no puede lidiar con el besarse, el tocarse y el llorar”.
Según expone el autor, este tipo respuestas afectivas no son las respuestas “estéticas”
que se supone produce el arte, pero es como la gente suele reaccionar cuando se
emociona. Para Wolterstorff, es un error del autonomismo, como tendencia
predominante en la filosofía del arte moderna, ignorar que muchas obras tienen
una utilidad o separarlas de la misma para ser consideradas “arte”, por lo que
menosprecia sistemáticamente el arte inevitablemente funcional como el
conmemorativo. La posición autonomista rezuma igualmente elitismo y dificulta,
además, cualquier influencia política real que los artistas quieran tener (p.
26). Pone como ejemplo precisamente el Memorial de Lin ante el que muchos
visitantes besan las paredes y lloran emocionados mientras acarician los
nombres escritos en sus paredes. En estos casos la gente “usa” el arte, no lo
contempla estéticamente en la distancia; unos usos que, entiende Wolterstorff,
son políticos y sociales antes que estéticos o artísticos. Si bien, al elitismo
intelectualista que señala el autor, podemos sumar la “feminización” de estas
emociones blandas. El clasismo y la misoginia suelen ir unidos en el desprecio
del espacio de lo cotidiano, identificado en muchos casos
con lo doméstico, lo privado frente a los espacios públicos del poder, de las
cosas de verdad importantes, a saber, los de la filosofía, la política o el
arte como actitudes críticas frente al mundo.
Al poder distanciarse del momento concreto de la
pérdida, la construcción de los memoriales puede alejarse asimismo del duelo y
ser usados para promover otras emociones relacionadas, no obstante, con la
clausura que intenta curar las heridas y mirar hacia delante. Rebecca Bedell
analiza en estos términos el nuevo Memorial que Boston tiene desde 2023
dedicado a Martin Luther King y su mujer, Coretta, titulado El abrazo,
fruto de la colaboración entre el artista Hank Willis
Thomas y el grupo MASS Design Group, que ya diseñó la plaza en la que se sitúa.
Inspirado en una foto de 1964 en la que el matrimonio se abraza tras saber de
la concesión del Nobel al Dr. King, conmemora la vida de la pareja en su lucha
frente al racismo y la injusticia social. Bedell (2024, p. 8) recoge las
palabras del artista afirmando que se trata de recordar “el potencial
transformador, productivo” de un abrazo que no es solo el de ellos dos, sino
que debe ser social.[18] El abrazo invita “a tocarlo y tocarse”, dice Bedell, y
cuando te pones debajo, ves los brazos del Dr. King abiertos como hacia el
cielo, un portal a la esperanza (p. 8.). Como dejan claras las palabras de
Coretta que están gravadas en una de las paredes de la plaza, el memorial es
una expresión de amor que celebra “su poder de cohesión y transformación, vital
para perseguir la justicia social” (p. 10).
Y suma un ejemplo más
a los cambios que Bedell señala en el arte contemporáneo, que ya no rechaza la
expresión de emociones “que nos conectan y que demandan empatía” (p.7).
Señalaba antes en este texto que, para Bedell, el movimiento viene de
los 90 y, para ella ya también está en corrientes como el Black Lives Matter, pero atribuye una aceleración de este
proceso a la pandemia. De modo que la conciencia de la interdependencia de
nuestro bienestar personal ha traído a primer plano temas como el amor, el
cuidado y la empatía para armar la agenda de justicia política y medioambiental
de los artistas. Todo lo cual nos lleva a la última emoción presente en el arte
político contemporáneo de la que me voy a ocupar.
En su
clasificación, Vilar define el arte de las políticas de las capacidades como
aquel en que las obras ofrecen ocasión para reflexionar no ya sobre un tema
político, sino “sobre los roles, funciones, espacios y tiempos de la
experiencia del arte que tienen como resultado una alteración de las
capacidades de los participantes en la práctica artística” (2017, p. 146). Se
incluyen aquí pues proyectos político-artísticos colectivos de colaboración, en
los que la audiencia participa como co-creadora. La gente adquiere capacidades
para distanciarse y cambiar funciones, roles e instituciones dados previamente
de modo que, para Vilar, la experiencia de participación cambia a los
sujetos y modifica las instituciones
desplazando líneas y fronteras, reforzando la
democracia participativa. Es importante notar que la dimensión estética de
estos proyectos se traslada en buena medida a la forma de los
comportamientos y las relaciones interpersonales que se
generan con la actividad de los participantes. Así, Vilar insiste en que el
carácter emancipatorio de estos proyectos reside en que sean ocasión para
modificar las capacidades para la reflexión, especialmente para dar voz a quien
no la ha tenido. Remite, por tanto, a una “estética relacional” que cuenta con el trabajo de Nicolas Bourriaud (2002) como la contribución pionera al respecto.
Borriaud
la ejemplificaba en el trabajo de artistas como Rirkrit Tiravanija que en sus
proyectos intentaba conectar a la gente y generar una experiencia participativa
al cocinar y compartir comida, por ejemplo. Sin embargo, Claire Bishop ha
criticado que la participación que Bourriaud describe como “transitiva”,
“dialogante”, o “de encuentro” carece de significado político porque “la
estructura de la obra limita de antemano el efecto” y “sus integrantes se
identifican como ‘asistentes a muestras de arte’” (2004, p. 69). Como Bishop, creo
que esta relacionalidad demasiado fácil y cómoda, además de exhibir cierto elitismo,
compromete el carácter político de estos juegos artísticos, donde nadie
cuestiona las propuestas en sí, su significado y valor. Me atrae mucho más una
relacionalidad donde, además de no distanciarse tanto de la gente de la calle y
sus problemas, de los desacuerdos e incluso conflictos que puedan existir entre
ellos, surge de un esfuerzo colectivo. En definitiva, aunque la forma es importante, estoy de acuerdo con
Bishop en que no podemos olvidar el para qué del arte, “¿Quién es el público? ¿Cómo se hace una cultura y para quién?” (2004, p.
65). Y en que, como ella lo
resume, “el arte participativo no es un medio político privilegiado…sino que es
una democracia incierta y precaria en sí misma; tampoco está legitimado de
antemano, sino que necesita ser ejecutado y probado continuamente en cada contexto
específico” (Bishop 2016, p. 446). Ahora bien, contrariamente al interés de
Bishop por las exploraciones artísticas del antagonismo social, el mío aquí se
centra en la estética del cuidado como lo que considero es un vector específico
de política de las capacidades para el arte, porque empodera a las personas y
fomenta relaciones más igualitarias y políticas más sostenibles. El punto de
partida es que no solo el cuidado es performativo, sino que hay prácticas
artísticas que lo exhiben y contribuyen a cuidar. De ahí que, entre los (recientes)
planteamientos sobre estética del cuidado, destaque el de Amanda Stuart-Fisher
y James Thompson, quienes, además de a los contextos cotidianos, atienden
especialmente a prácticas artísticas como el teatro aplicado, focalizadas en su
núcleo central de las relaciones interpersonales que exigen una actitud
empática; con esto concluiré mi análisis de emociones en el arte político
contemporáneo.
La
estética del cuidado se
confiesa vinculada a la ética del cuidado, de raíz feminista, con trabajos
fundacionales como Carol Gilligan (1982). Gilligan
ponía de manifiesto la diferencia entre hombres y mujeres a la hora de
justificar decisiones y elecciones para resolver problemas morales y apostaba por
tener en cuenta una voz alternativa diferente a la perspectiva dominante en la
filosofía moral occidental. Ésta estaría dominada por principios y conceptos
abstractos y universales sobre la equidad, la imparcialidad y la justicia,
ejercida por un sujeto libre y autónomo (típicamente masculino) y no por
cuestiones concretas sobre cómo nos relacionamos con los otros, o en qué
situaciones y circunstancias actuamos. La deliberación moral concreta requiere
una actitud empática (se supone, más femenina) en la atención a la singularidad
del otro y que nos sitúa en un contexto relacional o de interdependencia mutua.
Rechazando cualquier esencialismo de género, la ética del cuidado se expande y
opone, frente a una agenda neoliberal e individualista que aumenta la
vulnerabilidad de los más desfavorecidos, otra agenda más social, de
interdependencia, responsabilidad social y cuidado mutuo que nos atañe a todos.
Resumiendo, la ética del
cuidado es una ética relacional que exige una estética del mismo cuño.
En efecto, más allá de la
intencionalidad, el cuidado se practica. De modo que la expresión del cuidado
es básica en la manera como de hecho se lleva a cabo (en acciones, palabras,
gestos y movimientos del cuerpo), ejemplificando respeto y con atención a la
individualidad de la persona que necesita ayuda y a sus circunstancias
particulares. Recientemente, Josep Corbí (2023, p. 142) ha formulado el
cuidado como una “actividad dialéctica”, esto es, “la que se inspira en un
telos que impone ciertas exigencias sobre los sujetos involucrados en la
actividad”, diferente a una acción instrumental inspirada por la mera
consecución de un objetivo. Su análisis de escenas cotidianas de cuidado pone
de manifiesto, entre otras cosas, que no da igual cómo se lleve a cabo, sino
que el cuidado disminuye constitutivamente cuando se realiza de una manera
impropia y degradada.[19]
En esta línea, es posible
hablar de una dimensión estética del cuidado caracterizada por la cualidad
sensorial, por la forma del trato, de la atención, de la expresión de
intimidad, de respeto mutuo, etc., implicados en las relaciones de cuidado. El
cuidado aparece entonces como noción “encarnada” (Stuart-Fisher & Thompson,
2020, p. 7); de ahí que haya una conexión en cierto modo natural con la
actividad en general y con el teatro y la performance artística. Los actores se
plantean “¿cómo actuar?”, en su doble dimensión, en el escenario y con los
demás (p.4). La preparación de un proyecto constituye ya un escenario ya de
análisis de las relaciones interpersonales, que lo imbuirá de afectividad. Y en
su ejecución:
la estética
del cuidado descansa en la construcción de actividades de apoyo mutuo, de
trabajo en común y relaciones de solidaridad dentro de una estructura de
artisticidad o tentativa creativa. El valor estético se localiza en la relación
entre las personas en momentos de creación colaborativa, de esfuerzo conjunto e
intercambio de confianza (p. 46)
Hay casos pues en los
que “hacer arte puede ser un acto de cuidado” (Thompson,
2023, p.
1). Lo son los de los proyectos de teatro aplicado que
muchas veces tienen lugar en hospitales, centros de acogida, u otros ámbitos
donde se debería cuidar bien de las personas. La aspiración a un cuidar bien
funciona así de instancia crítica respecto de la deshumanización administrativa, el
paternalismo y la opresión de las diferencias que a menudo caracterizan el
cuidado “institucionalizado”.
Por ejemplo, en
el Estudio de Yasmeen Godder se daban clases de baile a personas enfermas de
Parkinson o se celebraban workshops para que mujeres árabes y judías bailaran
juntas. Aunque al actuar con enfermos, se ambiciona lógicamente ayudar a curar,
el foco es claramente relacional. Se
trata de resaltar los procesos de cuidado, la experiencia de cuidar y
ser cuidado, entendiéndola también como práctica
epistemológica, es decir, como un modo de conocimiento, ya que cuidando se aprende
lo que es cuidar y lo que se siente (Stuart-Fisher & Thompson, 2020, p.7). Proyectos como los de Godder intentan responder a la aparente
incapacidad de ponernos en el lugar del otro, sobre todo si su mundo parece muy
alejado del nuestro; de ahí que los titule “Practicar la empatía”.[20]
Así es, la disposición a cuidar requiere de
empatía y ésta se funda el reconocimiento de que los otros son como nosotros.
La empatía supone la capacidad de reconocer de alguna manera lo que el otro
siente o hace, de comprenderle. Se define por una suerte de ejercicio
imaginativo por el que nos situamos en su perspectiva, lo cual, en palabras de
Shaun Gallagher, revela la empatía como un “fenómeno intersubjetivo” (2012, p.
361), dependiente de una relación entre personas que son efectivamente
distintas pero lo suficientemente similares para que puedan dar sentido a las
experiencias del otro y cuyo bienestar no les sea indiferente. “Comprender a
las personas en el contexto de su situación […] es esencial para formar una
actitud empática hacia ellas” (p. 374). Como emoción “orientada al otro” (p.
376), la empatía facilita el reconocimiento de la singularidad que el buen
cuidado demanda a los cuidadores.
Con
todo, se decía antes que problemas sociales y comunes como la pandemia han
puesto al cuidado en el centro del arte contemporáneo, como lo está en el
debate público. Y aunque parta antes de la desigualdad y la dependencia[21] que de
una relación entre iguales, el cuidado nos hace reconocernos en nuestra común
vulnerabilidad e interdependencia. La estética del cuidado
desarrollada por proyectos artísticos supone así
una
invitación al diálogo y una oportunidad para la reciprocidad, con una estética
construida en las sensaciones estimuladas en el momento particular, específica
de las diferencias de cada audiencia o espectador […] realizada en la conexión
afectiva entre aquellos que participando en el evento performativo o en el show
sienten consideración mutua y respeto (Stuart-Fisher & Thompson, 2020,
p.46)
En resumen, la ética del cuidado se expresa
estéticamente y una estética del cuidado, en nuestra vida diaria como en
contextos de prácticas artísticas performativas, busca generar empatía para
abrirnos y conectarnos con quienes nos rodean y globalmente. Contiene entonces
una dimensión normativa que puede ayudar también a detectar disfunciones en la
práctica del cuidado y, en su caso, medir el éxito o fracaso de un proyecto
artístico. La aspiración en todo caso es ayudar a cuidar, fomentando prácticas
y actitudes que comprometan a los participantes a mantener relaciones con los
demás de cuidado y respeto mutuo que nos permitan colaborar y asimismo afrontar
los graves problemas globales que nos amenazan a todos.
Este
artículo ha tratado con tres emociones distintas (la ira, la pena y la empatía)
relevantes para el posible impacto social de tres tipos de arte político
también diferentes (activismo de protesta, conmemorativo y colaborativo) a los
que van normalmente asociadas. Si
atendemos a una ira transformadora, que se aleje del deseo de venganza y sea
compatible con un amor altruista, las tres emociones analizadas expresan asimismo una sensibilidad a veces
tildada de poco seria, blanda o femenina, que, sin
embargo, reivindica su presencia en el arte contemporáneo. El valor político de estas emociones estriba en su capacidad para
conectarnos y generar respeto y lazos de colaboración entre individuos que se
reconocen como vulnerables e interdependientes ante problemas que requieren una
acción conjunta.[22]
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Licencia
de uso: (CC BY-NC-SA 2.5 AR)
Derechos
de autor © 2025: Matilde Carrasco Barranco
Declaración
de intereses
La autora declara que no existen conflictos de intereses
que puedan haber influido en los resultados o interpretaciones del presente
artículo.
[1] Para un resumen del debate entre lo estético y lo antiestético,
véase la introducción con la que Meyer y T. Ross (2004) abren el número que Art
Journal le dedica al tema y que, a pesar de haber surgido en los años 90,
es un debate que para los autores entonces mostraba “pocos indicios de amainar”
(p. 20).
[2] Véase también (Danto 2004).
[3] Carrasco-Barranco (2014). Brevemente,
defiendo la idea de lo estético de una forma mínima y naturalizada, para hacer
referencia a cómo un fenómeno aparece o es presentado a una audiencia que
responde afectivamente, con valoración, en virtud de las propiedades que
aprecia perceptible e imaginativamente. Visto así, defiendo que la expresión
artística, que siempre recurre a un medio material, cuenta con una dimensión
estética ineliminable, aboliendo la posibilidad de un arte anti o anestético,
estrictamente hablando.
[4] Véase Costello (2013). Por otra parte, los teóricos de las
emociones llevan ya tiempo desmantelando la división entre lo cognitivo y lo
emocional. Muestra de ello es la gran aceptación de la que gozan las llamadas
“teorías de la cognición encarnada”, en las que el aspecto corporal y vivencial
de las emociones no queda reducido ni a sensaciones corporales ni a meras
manifestaciones concomitantes, sino que constituye un elemento esencial de las
emociones inseparable de su dimensión cognitiva. Véase (Vendrell-Ferrán, 2018).
[5] Planteo inicialmente esta tesis en Carrasco-Barranco (2013).
[6] Véase, por ejemplo (Halsall, Jansen y
O'Connor (eds.) 2009).
[7] En el texto uso con frecuencia el término
“afectivo” para referirme a las emociones pues, como señala Altieri (2003,
p.2), el término “afecto” tiende a usarse como “paraguas” que cubre emociones y
sentimientos en general. Con todo, conviene puntualizar que no son lo mismo. Para diferenciar las emociones de otros estados afectivos, como las
sensaciones o los estados de ánimo, es importante comprender que las emociones
son intencionales; es decir, toda emoción está dirigida hacia un objeto
concreto. Las emociones son
pues más complejas, tienen una orientación cognitiva, por cuanto informan sobre
el mundo, y condiciones de adecuación, si bien se relacionan con creencias y
juicios evaluativos. Véase Vendrell-Ferrán
(2018).
[8] Del “giro afectivo” se habla con
especial énfasis desde la renovación de los estudios feministas y
también con relación a los estudios queer en
el siglo XX. Por ejemplo, (Butler, 1993); (Sedgwick y Frank (eds.), 1995).
[10] El poema puede leerse en https://www.poetryfoundation.org/poems/53918/power-56d233adafeb3
[11] Asimismo, en
Carrasco-Barranco (2023), he defendido que la ira transformadora es compatible
también con la belleza en el arte de protesta, aunque se haya visto a la
belleza como una cualidad estética que tiende a curar y consolar. En ese
artículo y en relación con la cuestión de la belleza, amplío la reflexión que
aquí acabo de exponer sobre el papel de la ira en el arte político
contemporáneo.
[12] Como Higgins (2024, p. 10) aclara, aquí utilizo la pena (grief)
y el duelo o luto (mourning) de forma indistinta, pues están
“inevitablemente interconectados”; al fin y al cabo, nos estamos centrando en
un tipo de pena, la ocasionada por la pérdida, y como el luto, ésta es un
“proceso de acomodación” de esa pérdida.
[13] Una descripción e imágenes de las obras citadas se ofrecen, por
orden de cita en: https://www.tracesofwar.com/sights/7604/Homomonument-Amsterdam.htm; https://www.museumsportal-berlin.de/es/museos/denkmal-fur-die-ermordeten-juden-europas-ort-der-information/
[14] La obra consiste en dos bloques de granito negro, donde hay
grabados más de 58,000 nombres de caídos o desaparecidos en la guerra, y que se
juntan formando un ángulo de 125 grados, como si fuese un libro abierto, o una
incisión causada al clavar un cuchillo en la tierra. El proyecto, que ganó el
concurso convocado, causó inicialmente gran disgusto por su diseño minimalista
y obligó a que no muy lejos se instalara una escultura realista de tres
soldados que parecía explicar su significado. Sin embargo, el éxito del
Memorial es indiscutible y es visitado por multitud de personas. Con todo, la
apariencia austera que comparte con los ejemplos de Vilar y la propia forma de
la obra que refleja la herida aún abierta y el que se tenga que bajar o
descender para poder ver los nombres inscritos en el muro, no ensalza, no es
monumental, sino que expresa una actitud que lejos de ser celebratoria plantea
una perspectiva crítica frente a una guerra que resultó desastrosa.
[15] Una reciente panorámica de las cuestiones que plantea nuestra
relación con los objetos y obras de arte que conmemoran y honran el pasado se
ofrece en Bicknell, J. , Korsmeyer, C. & Judkins, J. (eds.) (2019).
[16] Los analiza en
(Higgins, 2024, pp. 53-4).
[17] Si bien Higgins
sugiere beneficios de mantener los lazos afectivos con los que no están, y que
no se evaporan con la muerte, admite las razones de quienes temen los casos en
los que esa continuidad afectiva que los mantiene vivos en nuestros corazones
impida la asimilación de la pérdida e incluso derive en situaciones patológicas
(2024, pp.62-7).
[18] Para más información sobre esta obra, véase:
https://elmundoboston.com/el-abrazo-en-boston-common/
[19] Y, además, subraya la asimetría que se da entre el cuidador y quien
es cuidado. Pues, aunque los casos más extremos no fuesen la norma y el cuidado
promocione relaciones de igualdad y reciprocidad (también porque el aprecio y
reconocimiento de quien es cuidado es no solo esperable sino conveniente para
poder cuidar bien, como incide Saito, 2022, p. 63), la reciprocidad “es
compatible con poner más de lo que se obtiene, pero no con una situación donde
uno no puede jamás poner nada en absoluto” (Thomas, 2011, pp. 139-140).
[20] Véase Godder
(2019).
[21] Desigualdad que no siempre cae del mismo lado, pues no me olvido tampoco de que el cuidado
es una forma de trabajo a menudo invisibilizada y estigmatizada desde un
punto de vista sexista, clasista, y racista. Precisamente por ello la tarea de cuidar merece
ser dignificada y asumida no como un asunto privado sino de políticas públicas.
[22] Este trabajo ha sido posible gracias a mi participación en el
proyecto de investigación The Rationality of Taste. Aesthetic appreciation and
deliberation (referencia: PID2023-149237NB-I00)
financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (España) MICIU/AEI
/10.13039/501100011033/ y por la Unión Europea (Programa FEDER).