Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 28

Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 28 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
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Michel Foucault y el dispositivo deseante de los discursos de odio

Michel Foucault and the Desiring Device of Hate Speeches


Identificador ORCID de la autora: https://orcid.org/0000-0001-9482-5801 Senda I. Sferco

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET);

Instituto de Investigaciones Gino Germani (IIGG)

Universidad de Buenos Aires (UBA);

Universidad Nacional del Litoral (UNL), Argentina

Recibido: 23-10-2024

Aceptado: 01-05-2025


Resumen. Este ensayo presenta un estudio de la escalada de discursos de odio en nuestras democracias contemporáneas a partir de la perspectiva crítica abierta por Michel Foucault. Se retomará su análisis de la relación intrínseca entre racismo y democracia, odio y discurso histórico-político de la guerra. Asimismo, a partir de los planteos del autor, se elaborará una hipótesis propia respecto del deseo específico que, en relación con “el otro”, esta discursividad impone. Estos elementos permitirán efectuar un examen materialista atento a demostrar que el odio no funciona únicamente en un plano discursivo, sino que se inscribe, más bien, como un dispositivo: un mecanismo dispuesto a hacer perpetuar, a título propio, y a través de las más infinitesimales prácticas, el orden económico-político y sus desigualdades imperantes.

Palabras clave. Odio, discurso, deseo, crítica, Michel Foucault

Abstract. This paper presents a study of the escalation of hate speech in our contemporary democracies from the critical perspective opened up by Michel Foucault. It takes up his analysis of the intrinsic relationship between racism and democracy, hatred and the historical-political discourse of war. Likewise, on the basis of the author's proposals, we will develop our own hypothesis regarding the particular desire that this discursivity imposes in relation to ‘the other’. These elements will make it possible to carry out a materialist examination aimed at demonstrating that hatred does not function solely on a discursive level, but rather as a device: a mechanism designed to perpetuate, in its own right, and through the most infinitesimal practices, the economic-political order and its prevailing inequalities.

Keywords. Hate, discourse, desire, critique, Michel Foucault



Introducción


La escalada de la extrema derecha es un fenómeno político mundial que surge como respuesta a la gran tasa de desigualdad económica global. En su último informe, el Banco Mundial ha registrado un aumento estrepitoso de la concentración de la riqueza según la cual el 1% de la población tiene el 45% de la riqueza del mundo, y el 35% se reparte en el 99% restante[1]. Una gran masa de población sumida en la pobreza y la indigencia sostiene la generación de capitales mayormente financieros y no productivos, transnacionales, que no derraman ni redistribuyen su ganancia sobre ellos. Es esperable, por lo tanto, que en los países donde la producción capitalista se ha asentado en proyectos democráticos, la legitimidad representativa, deliberativa y redistributiva de estos se halle en profunda crisis. Hemos visto, en los últimos años, cómo las extremas derechas fueron llegando al poder por la vía electoral en procesos eleccionarios sumamente polarizados, abriendo un ciclo en el que podríamos reunir el gobierno Trump, en Estados Unidos, de Bolsonaro en Brasil, de Meloni en Italia y ahora, de Milei en Argentina. En efecto, a pesar de sus diferencias específicas, estos gobiernos han movilizado discursos capaces de asentar sus dinámicas de agregación de voluntades en los aspectos emocionales y afectivos de una población surcada por la precariedad y el desánimo político. El odio, especialmente, devino una pieza clave en sus discursos y en el tipo de programa de gobierno de facción que plantean.

La reflexión filosófica ha analizado el odio a la manera de una pasión triste o una emoción negativa cercana a la ignorancia (Spinoza, 1980 [1675]). También, como una instancia cara a un estado de naturaleza violento que, desde Hobbes y Rousseau, el ser humano resignaría en pos de garantizar la gobernabilidad y el contrato social. Desde las perspectivas contemporáneas, el odio es entrevisto como una emoción que no sólo “expresa” o contiene el drama pasional humano, sino como un afecto especialmente incitado, construido y movilizado por intereses específicos en condiciones de posibilidad históricamente determinadas. Estudios recientes dieron cuenta, en este sentido, de la relación entre odio y capitalismo (Ahmed, 2015; Lordon, 2015; Abdo Ferez, 2020; Laringuet, G., 2023), incrementada y diseminada a través de las más diversas prácticas en el actual contexto neoliberal (de Gainza e Ipar, E., 2016; Saidel, 2020; Sferco, 2023). Procurando contribuir a esta línea de estudios críticos, el presente ensayo aborda la escalada de discursos de odio de las democracias contemporáneas a partir de un análisis que tiene como punto de partida el reconocimiento de la base material en la que hoy emerge el odio como cuestión. Esto es, el aumento de la brecha de desigualdad social y económica que resulta de la diseminación del neoliberalismo a escala global muestra cada vez más un acceso diferencial a la riqueza y a las posibilidades de implicación simbólica al interior de los límites de una sociedad y una cultura. Dicha base brinda el caldo de cultivo para la proliferación de discursos de odio con móviles políticos y aporofóbicos que constatan la doble advertencia elaborada por Michel Foucault, y que sirve de matriz histórico-crítica a estos abordajes:

1) que el racismo es intrínseco a la relación que, desde la Modernidad, funda un lazo entre democracia y liberalismo, y por eso es solicitado cuando resulta necesario reunir, identificar y excluir determinado grupo del resto de la sociedad a fin de garantizar los parámetros de inclusión del sistema. Para ello puede movilizar y construir “razones” fenotípicas, religiosas, ideológicas, partidarias, de género, de clase, etcétera; una semántica que, en definitiva, permita construir y designar al otro ya no como par, sino como enemigo público;

2) que dicho mecanismo de exclusión estratégica no sólo emerge con una historicidad propia que amerita ser reconstruida en sus singularidades a fin de comprender las relaciones de fuerza que hicieron a su pervivencia, sino también que está sostenido por una subjetividad pacientemente labrada como verdad interior de cada uno de nosotros. El rol del deseo, en este sentido, habría sido cabal a la hora de vehiculizar una interrogación del sujeto con la verdad a través de una ley que organice sus voliciones.

A partir de la perspectiva abierta por el filósofo francés, proponemos entonces realizar una problematización de la actual escalada de discursos de odio, atendiendo tanto al trazado de su genealogía histórica como a la cuestión del vínculo de verdad al que se sujeta su producción de subjetividad. Para ello, en un primer momento, nos centraremos en sus textos de los años 1970 e intentaremos reconstruir el complejo hilo rojo que une los discursos de odio al discurso de la guerra, o más específicamente, a lo que Foucault en 1975 denomina el “discurso histórico político de la guerra de razas” (2000, p. 58). A partir de una reposición de las tesis del autor, daremos cuenta del imbricamiento que el odio tiene dentro del conjunto de emociones solicitadas a partir de la irrupción de esta nueva manera de relatar la historia. Se trata un tipo de intelección y de producción discursiva que, lejos de reposar en una legitimidad racional universal, se nutre en cambio de subjetividades y faccionalismos. El mítico episodio de Clovis y el vaso de Soissons, fundacional en la historia de Francia, trabajado por Foucault en el curso dictado entre 1975-6 en el Collège de France, “Il faut défendre la société” [“Hay que defender la sociedad”], brindará la escena de problematización de este desarrollo. Allí se dará cuenta de cómo el discurso de la guerra de razas es, como todo discurso, polivalente, y por eso puede ser movilizado según tácticas distintas, desembocando tanto en las más ardientes luchas revolucionarias como en las restauraciones más conservadoras.

En un segundo momento, asumiendo que dicho discurso arraiga en una experiencia concreta que atañe a la relación entre subjetividad y verdad, retomaremos las tesis que Foucault deja planteadas en sus textos de los años 1980, cuando indica que una crítica de la “ontología” que hace a quienes somos hoy debe hacerse cargo de interrogar la cuestión del deseo. Esta posición de interrogación respecto del presente será retomado a partir de una relación genealógica, histórico-crítica con la escalada de discursos de odio presente en nuestra actualidad. Tomando algunas de las pistas críticas que el autor brinda en estos textos para realizar un abordaje historizado de sus dinámicas, nos animaremos a proseguir su análisis planteando una hipótesis propia: el neoliberalismo promovió una mutación en el régimen gubernamental del deseo que tiene al odio como pulsión preponderante. Se daría lugar, así, a un modo de funcionamiento del deseo cuya incitación ya no busca una erótica (en el sentido de un en-lace con el otro, y con la posibilidad de apertura de sí mismo a través de los otros), sino a un deseo que denominaremos “carroñero”, ya que se vale del otro para fortificar un lugar ya asignado, inmóvil, muerto. Es una mecánica deseante que desdice la tragedia que hace a su “malestar en cultura” y prefiere multiplicar su “drama”, quedándose siempre en la misma posición. De este modo esperamos demostrar que el odio no funciona únicamente en un plano discursivo, sino que se inscribe, más bien, como un dispositivo: un mecanismo dispuesto a hacer perpetuar, a título propio, y a través de las más infinitesimales prácticas, el orden imperante.


Foucault y el discurso histórico político de la guerra de razas


La perspectiva histórico-crítica elaborada por Michel Foucault en los cursos de los años 1970 brinda pistas para una genealogía de los usos, incitaciones políticas y conducciones gubernamentales que hacen del odio una cuestión. En el curso dictado entre 1975-6 en el Collège de France, “Hay que defender la sociedad”, especialmente, Foucault señala la imbricación del odio en el surgimiento del primer discurso “anti-Roma”, particularista y no universal respecto del registro de la memoria: el discurso histórico político de la guerra de razas (2000, p. 54).

Recordemos que, en esos años, llevado por el desafío de, “…intentar estudiar el poder no a partir de los términos primitivos de la relación sino de la relación misma, en la medida en que es ella la que determina los elementos a los que remite” (Foucault, 2000, p. 239), el filósofo-historiador se propone pensar al poder en términos de relaciones de fuerza, y para ello pone a consideración la forma general de la guerra como grilla de desciframiento de su dinámica. ¿Puede la guerra dar cuenta de la multiplicidad, diferencia, especificidad y reversibilidad de las relaciones de poder? ¿Deben pensarse desde la guerra todos los antagonismos, enfrentamientos y luchas entre individuos, grupos o clases? Estos son algunos de los interrogantes que guían su trabajo. Y es que, lejos de haber desaparecido, la guerra parece formar parte del “murmullo de la batalla” propio de las relaciones de poder en las que se funda la paz.

Como es conocido, es en ese sentido que Foucault juega a oponer la fórmula de Von Clausewitz –“la guerra es la continuación de la política por otros medios”- con la afirmación de que “la política es la continuación de la guerra por otros medios” (2000, p. 29), para articular la visión de la política como guerra permanente. Ahora bien, esta afirmación no se atiene a convalidar el marco idealista de una teoría de la soberanía (contra la guerra como representación del poder, o la no-guerra fundante del orden social, político y de derecho en Hobbes, como es el ejemplo que examina Foucault), sino a la dinámica misma de las luchas de fuerza que, desde abajo, imbrican guerra y relaciones de poder. Ello significa dar cuenta de los modos en que el poder, por la vía del derecho, vehiculiza y pone en acción relaciones que no son de soberanía sino de dominación -que la dominación tuviera “valor de un hecho, tanto en su secreto como en su brutalidad”, como señala en su clase del 21 enero 1976 (Foucault, 2000, p. 36)-, así como traer al análisis el viejo asunto de la guerra civil para rehabilitar la factibilidad siempre abierta de la guerra como instancia constituyente y táctica de la política.

Michel Foucault opone al discurso filosófico-jurídico que se ajusta al problema de la soberanía y de la ley el discurso que descifra la permanencia de la guerra en la sociedad como un discurso esencialmente histórico-político. En sus análisis, este discurso surge poco después de las guerras de religión del siglo XVI y al iniciarse las grandes luchas políticas inglesas del siglo XVII, cuando una sociedad íntegramente atravesada por relaciones guerreras como lo fue la Edad media fue poco a poco siendo sustituida por un Estado que concentró bajo un poder central el derecho y los medios para hacer la guerra. Con esta transformación aparece cierto discurso sobre las relaciones de la sociedad y de la guerra: el primer discurso histórico político que hace de la guerra el fondo permanente de todas las instituciones de poder.

¿En qué consiste este discurso?

-El discurso histórico político de la guerra divide permanentemente la totalidad del cuerpo social, y sitúa a cada uno de nosotros en uno u otro campo, produciendo la delimitación “ellos”/ “nosotros”.

-Es un discurso que -dirá Foucault- crea un actor nuevo: la sociedad, y se aboga la potestad de defenderla.

-Es un discurso político e histórico, con pretensiones de verdad y de derecho, pero que se autoexcluye explícitamente de la universalidad jurídico-filosófica. No puede salir de la contienda, de la lucha. No puede cumplir el sueño de la filosofía, tampoco el del saber jurídico, de instalarse en el centro y desde allí imponer un armisticio con la legitimidad de su poder soberano que funde un orden reconciliador de las partes. Es un discurso de facciones.

-Por eso, es un discurso que moviliza una producción de verdad no estrictamente vinculada al conocimiento. Se trata de una verdad perspectiva y estratégica, indica Foucault (2000, p. 241). El sujeto que habla en el discurso histórico político de la guerra ya no es el filósofo o el jurista (el marco ideal del hombre de gobierno) que aspira a hablar desde un lugar universal. El sujeto que habla está, forzosamente, de un lado u otro; participa en la batalla, tiene adversarios, combate por la victoria. Está implicado en hacer valer el derecho, pero es el suyo. Es un derecho afectado por la disimetría; funciona como privilegio que hay que mantener o restablecer. Se trata de hacer valer una verdad, advertirá Foucault, que aquí funciona como un arma.

La verdad que convalida esta posición se arraiga en la historia. Aunque no en cualquier visión de la historia, sino en una historia-discurso, atávica, mítica, familiar, emocional… Es una verdad-historia que, de acuerdo al análisis foucaultiano, invierte los valores tradicionales de inteligibilidad. Lejos de apelar a una racionalidad, su principio de comprensión y desciframiento está situado en la confusión de la violencia, las pasiones, los odios, las revanchas, la trama de las circunstancias. Es un discurso que se explica por “abajo”, y por eso, no busca la explicación más simple y clara, sino la más confusa, oscura y desordenada, la más condenada al azar. Como remarca Foucault, aquí “el furor viene a dar cuenta de las armonías” (2000, p. 242).

Una de las escenas por medio de las cuales el autor explica la puesta en funcionamiento de este discurso tiene como centro a las reformas llevadas por Boulainvilliers hacia finales del siglo XVII en la corte de Luis XIV, concernientes a las disputas entre la nobleza y el poder absoluto del rey. Los nobles reclamaban un reparto de poder que el saber jurídico –junto con sus escribanos, procuradores, jurisconsultos, etcétera-, se encargaba de no ceder. Este saber jurídico, amalgamado a la razón de Estado que convalida el poder del rey, es un saber que se hace odiar -señala Foucault (2000, p. 126). El saber del derecho coincide con el punto de vista del monarca, convalida la imagen de su propio absolutismo. Es un saber, analiza Foucault, que remite del saber al saber. Es decir, un saber que redunda en la verdad del soberano, sin pasar por, ni reconocer, otro rango de experiencias. De modo tal que la nobleza, excluida del espectro de visión del saber jurídico, reclamará para sí la validez de un saber que pueda, a su turno, ser legitimado por fuera del ámbito de ese derecho. Para ello reactivará tesis olvidadas, traiciones no saldadas, y humillaciones por vengar. “Se trata de un saber que se vale enteramente de la historia”, explica Foucault (2000, p. 126). Así encuentra un asiento para su mitología, y también así puede constituirse como sujeto hablante. Es una operación que funda su legitimidad en el trazado de una nueva división yo/nosotros que oficia, de ahora en más, de modo de veridicción confrontativo. Es desde este punto de vista faccional que formula el relato de su propia historia. Desde allí reorienta el pasado, los acontecimientos, los derechos, las injusticias, las derrotas y las victorias, alineándolos en torno a su verdad y a lo que el discurso histórico político que elabore designe como propio destino.

En este proceso, el discurso se va haciendo cuerpo de un nuevo sujet (tema, actor): “la sociedad”. El discurso histórico político de la guerra crea a la sociedad como su unidad de defensa. La “sociedad” que “hay que” defender, debe entenderse, según el lúcido análisis de Foucault, como una asociación, un grupo, un conjunto de individuos reunidos a partir de determinado estatuto. Nunca como la representación de todos. La “sociedad”, así, se compone de cierta cantidad de individuos, tiene sus costumbres, sus usos e incluso su ley particular. La sociedad, advierte Foucault (2000), es ese “algo” que comienza a hablar en la historia, que toma la palabra en la historia, y que constituye también “el tema” del que ésta debe hablar. Por eso el siglo XVIII también acuña el término “nación”, e incluso más tarde, y de un modo más estigmatizado, la idea de “clase” (p. 129)[2]; dos entelequias que, a su modo, se esgrimen en reclamo al Estado.

En efecto, las relaciones y movimientos de la sociedad dan lugar a una nueva morfología del saber histórico que “ya no trata de la historia gloriosa del poder, sino de la historia de sus bajos fondos, sus perfidias, sus traiciones” (2000, p. 130). Es un discurso que viene acompañado por un nuevo pathos, que no es ceremonial, sino una suerte de pasión erótica por una lectura interpretativa y perversa de la historia, dirá Foucault (2000, p. 148), encarnizada en la denuncia, en la idea de complot, de ataque y golpe contra el Estado.

Es por eso que los historiadores de la época, Boulainvilliers entre ellos, descubren que el movimiento que los une con el pasado está hecho de divisiones, desigualdades, guerras y violencias. Y que cada vez que se atenúa esa desigualdad se produce una decadencia. Sostienen entonces que “no hay sociedad que pueda perdurar sin esa especie de tensión belicosa entre una aristocracia y una masa del pueblo” (Foucault, 2000, p. 149). Definitivamente, el discurso histórico político de la guerra se dispone a ‘defender la sociedad’, esto es, mantener o restablecer la desigualdad. Sus prácticas reivindican el ejercicio de una libertad que no persigue la igualdad sino la desigualdad.

Al respecto es interesante la reapropiación del mito de origen del pueblo franco que hace la nobleza. De acuerdo a la lectura de Freret, sucesor de Boulainvilleirs, “franco” refiere a un origen libre, pero que debe ser entendido en el doble sentido de la etimología de ferox: (franco-feroz). Se trata de una “libertad feroz”, que reúne en los francos todos los sentidos, favorables y desfavorables de esta dupla: “orgulloso, intrépido, altivo, cruel.” (Foucault, 2000, p. 149). La ferocidad rubia de los germanos defiende una libertad que es exactamente lo contrario a la igualdad. La libertad, aquí, consiste en poder tomar, apropiarse, aprovechar, imponer, obtener obediencia. El primer criterio de la libertad es poder privar a los otros de libertad. Porque, ¿para qué serviría y en qué consistiría, concretamente, el hecho de ser libres, si no pudiéramos avanzar sobre la libertad de los otros?, pregunta irónicamente Foucault (2000, p. 149).

En este sentido, el examen de estas prácticas discursivas mostrará cómo en el siglo XVIII la genealogía de los saberes debe desbaratar, antes que cualquier cosa, la problemática de las Luces. Es decir, la dimensión de lo que en la época se describía como el progreso de las Luces, y abanderaba la lucha del conocimiento contra la ignorancia, de la razón contra las quimeras, de la experiencia contra los prejuicios, del razonamiento contra el error. Foucault muestra cómo va teniendo lugar un proceso de desplazamientos a nivel del vínculo entre saber, poder y verdad que comporta una mutación en la relación epistémica. Se trata de un cambio de eje, de la relación conocimiento/verdad -que va de la estructura del conocimiento hasta la exigencia de la verdad-, hacia una polaridad discurso/poder -que apunta a las modalidades mediante las cuales las prácticas discursivas convalidan y/o confrontan el poder. De acuerdo a la lectura de Foucault, en el siglo XVIII, los saberes, en lugar de quedar confinados al dilema del conocimiento o de la ignorancia, del día o de la noche, deben convalidar un escenario muy diferente: se hallan arrojados a un inmenso y múltiple combate, donde los saberes se oponen entre sí, sobre todo, a partir de su morfología distintiva. Es decir, por causa de quienes los detentan, ya que son mutuamente enemigos, y por los intrínsecos efectos de poder que comportan. Es un proceso que, según examina Foucault, tiene como protagonista a la producción del saber técnico, y a la conformación de la ciencia, y que desemboca en la selección, normalización, jerarquización y centralización epistémica operada por el poder disciplinario.

Remarquemos que el discurso histórico político de la guerra es portador de una polivalencia táctica que le permite animar tanto las restauraciones más conservadoras como las revoluciones más apasionadas. Ahora bien, en el análisis de Foucault, desde finales del siglo XVIII, el liberalismo moderno se propuso conducir políticas que ya no se orientan en torno a un explícito discurso de muerte del otro, sino que impulsan, en cambio, políticas de maximización de la vida. Según la jerga del autor hacia el final del curso en citado, buscan “hacer vivir”, y “dejan morir” a las franjas que, estadísticamente, vayan quedando afuera de las necesidades e intereses de la gubernamentalidad de mercado. Foucault explica cómo este discurso sesgado, mitológico y emotivo echará recurso del antiguo poder de muerte con una nueva “analítica de la sangre” que se escuda ahora en el racismo. Este es la pieza clave de la clasificación normativa y estadística que precisa el dejar morir de la gubernamentalidad moderna, cuyo uso táctico es puesto al servicio de las necesidades que tracen los mercados y sus dispositivos de seguridad. Los mecanismos de su analítica son tan infinitesimales como exponenciales; todos ellos, desde la biología, la genética, el poder psi, la algorítmica, controlan y legislan la producción de saber de las ciencias humanas y sus modos de valorar la vida, tanto como los modos en que nosotros vamos elaborando el vínculo de verdad que hace a nuestra subjetividad.

En la genealogía del biopoder que realiza Michel Foucault, el discurso de la guerra de razas encuentra en la Modernidad, luego de la cesión de fuerza de la revolución francesa al orden democrático, una gubernamentalidad dispuesta a defender la vida en nombre de la sociedad, por la vía de una normalización poblacional. El racismo es la pieza clave de la clasificación normativa y estadística exigida por el “dejar morir” de la gubernamentalidad biopolítica. “¿Cómo se puede hacer funcionar un biopoder y al mismo tiempo ejercer los derechos de la guerra, los derechos del asesinato y de la función de la muerte si no es pasando por el racismo?” (Foucault, 2000, p. 237). El análisis del autor devela la paradoja, o mejor dicho, la estrategia de constitución del sistema de dominación que, a partir del siglo XIX acompaña la relación entre democracia y capitalismo. En efecto, en sus propias palabras: “Ése era el problema y creo que sigue siéndolo.” (Foucault, 2000, p. 237).

En este sentido, uno de los puntos interesantes es el reconocimiento que Foucault hace del “deseo” como una pieza clave en la conducción de la relación entre subjetividad y verdad (Foucault, 2020). Es decir, como una instancia basal para la inscripción de los biopoderes dispuestos a gobernar sus conductas, pensamientos y voluntades.


Biopoder y deseo


En las investigaciones emprendidas por Foucault entre los años 1975-6, especialmente en el curso ya estudiado “Hay que defender la sociedad”, dictado en el Collège de France en el semestre 1975-6, pero también, en dos de sus libros más célebres: Vigilar y Castigar. El nacimiento de la prisión, de 1975, y el primer tomo de su saga sobre Historia de la Sexualidad. La Voluntad de saber, de 1976, Foucault explica una mutación en los mecanismos de funcionamiento del poder que será característica de la Modernidad: el viejo poder soberano -que escudaba su “poder de dar muerte” en la figura del soberano-rey en una relación de dominación de la vida de sus súbditos- pierde fuerza con las reformas liberales de finales del siglo XVIII. El modo de funcionamiento del poder, según el análisis histórico de Foucault, ya no se halla direccionado a dar muerte, sino a “maximizar la vida” a una unidad de administración económico-política nueva, “la población”. A través de diversos discursos y prácticas de “medicina social” (1994, t. 3, p. 210) ligados al auge del capitalismo, el poder se dirige a investir un cierto número de aspectos fundamentales de la vida de los individuos: la salud, la alimentación, las disciplinas del cuerpo... y la sexualidad. Surge una nueva forma de poder que ya no tiene como objetivo la decisión soberana de dar muerte a sus súbditos, sino “hacer vivir” (como dijimos más arriba) -y arrojar a la muerte (1976, p. 181)- a los individuos a través de la gestión biológica y estadística de sus poblaciones. En palabras de Foucault: ya no se trata “de hacer jugar la muerte en el campo de la soberanía, sino de distribuir lo viviente en un campo de valor y utilidad” (1976, p. 189). Esta torsión hacia la vida es fundamental para comprender el alcance del nuevo modelo de poder que identifica Foucault en la Modernidad, un poder que implica a la sexualidad, y como veremos, al deseo.

La cuestión de la vida deviene el centro de la ocupación económica y política liberal moderna porque puede ser administrada, fortalecida, multiplicada y regulada por una gubernamentalidad (2007, p. 3-5, 91, 139-260) que incide a nivel general (omnes)–en las poblaciones- y a nivel singular (singulatim) –en el individuo-. Foucault insiste asimismo en que “el sexo no solo se juzga, sino que se administra” (1976, p. 35); es una pieza clave en dicha tarea ya que brinda “acceso tanto a la vida del cuerpo como a la vida de la especie” (p. 192). Por ello su lugar será el de una “bisagra” (p. 136) entre las dos modalidades del poder gubernamental: las disciplinas que docilizan anatomopolíticamente los cuerpos de los individuos y las normas que regulan estadísticamente las poblaciones (p. 183, 193), definiendo un campo de problemas específicos a nivel social y político vinculados al interés de conducir el desarrollo de las tecnologías modernas sobre la vida (p. 191). Esta administración requiere de un campo de discursos y de prácticas infinitesimalmente diseminados. Lejos de ser dejados al azar, un dispositivo comanda y gobierna esta heterogeneidad, dirigiendo el sentido de verdad que busca construir internamente a nivel del individuo, dando forma a su subjetividad.

En este sentido, el análisis de Foucault demuestra que uno de los mecanismos privilegiados por el dispositivo de sexualidad fue hacer del sexo uno de sus secretos más expuestos: “lo propio de las sociedades modernas, no es que hayan sumido al sexo a permanecer en las sombras, sino que se han abocado a hablar en todo momento de él, haciéndolo valer como el secreto” (Foucault, 1976, p. 49). Este mecanismo “confesional”, que Foucault situará en otros textos, como ser el tomo IV de su Historia de la sexualidad. Las confesiones de la carne (escrito en 1984 pero publicado póstumamente, en 2018) en el legado cristiano de San Agustin a finales del siglo V, marca una relación pastoral de gobierno y de sumisión y obediencia que heredamos hasta nuestros días. La exigencia de verbalización, la sumisión a la interrogación obligatoria acerca del propio deseo, nace en la Iglesia y migra hacia las instituciones seculares modernas médicas, penitenciarias, psiquiátricas, escolares, psicoanalíticas. El mecanismo deseante asentado en un sujeto libidinizado a la vez que judiciable a causa de su deseo, comandada por este dispositivo de saber y de poder promovió una proliferación discursiva tal, insiste Foucault, que a lo largo del siglo XIX y XX ha llevado a “multiplicar las condenas judiciales de las pequeñas perversiones; anexando la irregularidad sexual a la enfermedad mental”, también “definió una norma de desarrollo sexual” desde la infancia a la vejez que “caracteriza todas las desviaciones posibles” organizando controles pedagógicos, curas médicas, fantasías, vocabularios (p. 51). Esta compulsión a decir todo sobre su sexo, que implica cabalmente al hombre occidental instala una espera que cifra en “este discurso, cuidadosamente analítico, efectos múltiples de desplazamiento, de intensificación, de reorientación y de modificación sobre el deseo mismo” (Foucault, 1976, p. 33). Esta mutación es decisiva para las hipótesis de análisis de Foucault, puesto que

creando este elemento imaginario que es “el sexo”, el dispositivo de sexualidad suscitó uno de los principios internos de funcionamiento más esenciales: el deseo del sexo- deseo de tenerlo, deseo de acceder a él, de descubrirlo, de liberarlo, de articularlo como discurso, de formularlo como verdad. (Foucault, 1976, p. 207)

En la Modernidad analizada por Foucault, la sexualidad presta el cuerpo al deseo, lugar sin lugar ni tiempo, espacio fantasmático, que otrora ocupaba el alma. El saber del sexo dice la verdad acerca de lo que somos, señala Foucault, esa verdad profundamente guardada de la que creemos tener una consciencia inmediata (Cf. 1976, p. 93); en efecto, como ya anticipaba en 1964, somos sujetos de y sujetados a la sexualidad (2020, p. 57): ella brinda jurisdicción a nuestra subjetividad y forma a nuestra identidad y, para ello, cierta idea de deseo, situada como dimensión central y permanente del sujeto, deviene “la condición de posibilidad” (Lorenzini, 2019, p. 450) de los mecanismos de saber y poder que la producen, organizan y explotan. El sujeto moderno no solo es un sujeto de sexualidad, sino que se vive a sí mismo como un sujeto deseante (Foucault, 1976, p. 207) y dicha relación de interna veridicción se verifica a nivel externo por su permanente voluntad de saber acerca del sexo, confirmando la captación que el deseo permite a nivel de la subjetividad (Sferco, 2021). De esta manera, vigilado por las censuras victorianas y alentado por las utopías transgresivas (Foucault, 2020, p. 383-92), el deseo como a priori del homo sexualis denuncia ser objeto de una opresión que Foucault busca interpelar críticamente (1976, p. 107-8).

La interpelación crítica de Foucault tendrá varias aristas: un análisis histórico, que lo lleva a reconstruir la genealogía del sujeto de deseo y situar su emergencia en la idea de libido agustiniana; un examen de su relación con la moral, a partir del estudio de los códigos de conducta que fomentaron y sancionaron al deseo en distintos momentos históricos; una crítica al psicoanálisis, según la cual el deseo se sitúa como pieza de interrogación obligada en una escena confesional que replicaría más allá del tiempo el diván psicoanalítico, olvidando la intrínseca relación -historizada también, según el análisis de Foucault- entre psicoanálisis, capitalismo y modernidad. En el presente estudio, nos interesa recuperar, para terminar la relación entre deseo y biopoder en sus estudios sobre el neoliberalismo, donde este viene a ocupar, como advierte en Seguridad, territorio, población, el curso dictado una suerte de “segunda naturaleza” (2006, p. 48).

Los estudios de Foucault permiten entrever diferencias históricas que permiten hacer una lectura crítica del “deseo” como espacio de desciframiento de la verdad de nuestra subjetividad. En este sentido, si el sujeto libidinizado surge en la experiencia cristiana con la obligación de confesar a un tercero, el maestro de conciencia, las tentaciones de su “carne” (chair, en el vocabulario foucaultiano) el modo en el cual en el deseo, que durante siglos había sido entendido como una clave para entender quiénes somos y la tecnología a través de la cual se da forma a nuestra subjetividad, experimenta con el liberalismo y el neoliberalismo una transformación radical: ya no constituye lo que necesita ser gobernado para dar lugar a una “vida buena” o “verdadera”, ya no constituye el objeto de un cuidado pastoral o espiritual, sino que es un instrumento de gobierno. Es decir, un modo de conducir las conductas de los individuos y las poblaciones hacia objetivos biopolíticos. Así, tal como expone el análisis de Beistegui (2018): “El gobierno del deseo es también, y especialmente, el gobierno por y para el deseo.” (p. 209). En efecto, siendo que la vida es la estrategia central de la biopolítica naciente, el deseo aparece abordado por las gramáticas biologicistas y psicológicas, criminológicas y jurídicas, económicas y políticas, a través de un prisma de naturalización que lo acerca más que nunca a un fundamento biológico.

Por eso el deseo, comienza a ser tratado como instinto e incluso, a ser acompañado por una escala valorativa que ratifica el anclaje afectivo en el que basa su reproducción la subjetividad moderna. El deseo brinda un punto de arché para la nueva “analítica de la sangre” que acompaña la distribución de cuerpos deseantes entre racismo y sexualidad demandada por la nueva estrategia normativa y poblacional. Su posición brinda un eslabón subjetivo entre instinto animal y pasión racional solicitado tanto por el avance del positivismo científico como por la necesidad de delimitar una representación de las conductas de los individuos al interior del par normal-patológico. Aun si estas conductas no fueran a priori representables[3], esta delimitación permite distribuir diferencial y estratificadamente necesidades y apetitos en franjas de poblaciones. Apropiado por una dinámica exponencial y normativa, el deseo ya no es el fondo oculto de una fuerza atormentada que es preciso confesar para despejar la verdad de su origen, sino el vector de una necesidad que, tal como insistían los fisiócratas, es preciso “quietar e non muovere” –“no hay que tocar lo que está tranquilo” decía Robert Walpole[4], citado por Foucault (2007, p.26)–, para que prosiga su interés y utilidad. A partir de ahora, el campo del deseo da prueba de una utilidad que antes la concuspiscencia no exigía y, a la vez, involucra un amplio grado de variabilidad que permite efectuar sucesivas reorientaciones en los intereses de los individuos. El deseo es la “fuente común de acción” de la población, explica Foucault (2006) retomando el principio introducido en el siglo XVII por Hobbes en el Leviatán (1655), desarrollado por Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1689) y luego retomado por los filósofos y economistas de Hume a Condillac y a Stuart, y de Smith a Bentham para sentar las bases del liberalismo económico, político y jurídico moderno. Por eso es preciso domesticar y visibilizar el móvil que impulsa su intención dándole ingreso a la órbita del gobierno, entendiendo con ello en sentido amplio y compuesto los marcos institucionales establecidos por la racionalidad (mercado, familia, tribunal, escuela, trabajo, sexualidad, genética, etc.) que buscan dar respuesta a los diversos modos de organizar y distribuir el poder en la naciente lógica gubernamental.

Saber del propio deseo, poder dirigir sus intensidades, responder sus solicitudes, liberar sus encadenamientos… este es el ideal libertario que, en la arqueo-genealogía foucaultiana anuncia la literatura de Sade sobre el filo del siglo XVIII como antesala de una representación que la modernidad debería estar en grado de ofrecer. El deseo, que había sido mantenido en secreto, sospechado como instancia concupiscente e involuntaria del individuo por el poder pastoral cristiano, se plantea ahora como un objeto a ser conocido, una intención que es preciso decodificar puesto que su movimiento sigue la recientemente conquistada libertad del hombre. Si ser libre es condición de activación y de circulación del poder para que éste no recaiga en un modo de dominación tiránico, es porque el deseo funciona aquí como legítimo motor de una acción que es preciso dejar hacer. Desde Locke hasta Stuart Mill, el laissez faire como máxima del libre mercado modela también el laissez passer subjetivo del deseo. En efecto, somos sujetos que sienten su propia verdad de manera viva y legítima cuando éste “fluye”. Esta constatación a nivel subjetivo implica registrar, como plantea Beistegui (2018), una torsión respecto del modo en que el individuo se vincula a la necesidad de gobierno que comporta el deseo: contrariamente a lo que ocurría bajo la problemática cristiana de la carne donde el deseo era aquello que vulneraba el ejercicio de voluntad soberana individual y debía ser siempre veridiccionado por un maestro de conciencia, la relación entre deseo y libertad emerge en el liberalismo como un mecanismo de gobierno en sí mismo: el individuo ya no se gobierna a sí mismo –ni a los otros– contrariando o sospechando de los propios deseos, sino junto con ellos, permitiéndoles que florezcan y se expandan en el espacio del mercado (es decir, dentro de los límites de veridicción del mercado y según la necesidad de competitividad que determine). El deseo ya no es una fuerza que debe ser dominada o castigada, sino una fuerza para movilizar, usar y canalizar la gestión competitiva del sujeto. Hay un desplazamiento de la veridicción de un régimen ascético del deseo, que dominó el ideal ético y político de occidente durante siglos, hacia un régimen de economía libidinal.

La cuestión ya no radica en saber si es legítimo (o no) desear, sino qué es lo que puede generar el más alto grado de satisfacción para un individuo. El deseo es naturalizado y entrevisto como una forma de energía positiva, es decir, un mecanismo espontáneo que genera sus propias normas. (Beistegui, 2018, p. 22)

Claro que el deseo solo experimentará la libertad que su normalización le permita. En este sentido, aún si el liberalismo se presenta a sí mismo como un sistema libre en el que los individuos tienen la libertad de perseguir sus propios deseos e intereses, los análisis foucaultianos muestran que la libertad no es el objetivo último del gobierno sino que es la vía por la cual se instrumenta una modalidad nueva de gobierno que tiene al sujeto como meta.

Con el neoliberalismo se radicalizará la internalización del régimen económico del deseo definido por el liberalismo, que consiste en una normalización de la subjetividad a través de la promoción del interés individual y la maximización de la utilidad. En este sentido, al marco normativo liberal sostenido sobre el interés y la utilidad, se suman la competencia, la eficiencia y el management (de la propia vida, de la valuación de sí mismo como “capital humano” y de los riesgos de inversión que el sujeto sea capaz de emprender). La junción de estos elementos revelaría los mecanismos verdaderos que se hallan detrás de las acciones y motivaciones humanas. La mutación que este proceso global impone a nivel de la experiencia es cabal: con el neoliberalismo es necesario desear y desear cada vez más, pero mientras lo que se desee esté dentro de las normas económicas y las relaciones sociales dictadas por el mercado.


Deseo y odio


En 1930, en El malestar en la cultura, Freud insistía en que la instauración de un pacto social exigía una renuncia pulsional a cambio de una sublimación –en malestar- de cultura (Freud, 1974). El odio es parte de las pulsiones a las que es preciso renunciar para garantizar una sociedad cuyo quantum de muerte no avasalle sus acuerdos.

La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. (Freud, 1974, p. 3046)

Atento a examinar los discursos de verdad a los que se sujeta nuestra subjetividad, Foucault, como vimos, presenta un prisma de análisis crítico respecto de las naturalizaciones hobbesianas del sujeto en las que se basan las tesis del psicoanáliss, y busca historizar sus discursos. Este, lejos de promulgar una verdad psíquica “natural” acerca del individuo, constituye su saber en relación con la empresa de “refamiliarización” necesaria para la instalación del capitalismo en el siglo XIX. Su proyecto de ordenamiento discursivo no sólo rige sobre un demarcamiento de la sexualidad “normal” y “anormal” que incide anatomopolíticamente a nivel de los cuerpos y en las campañas de salud de las poblaciones, sino sobre el régimen de afectos “permitidos” y “reprimidos” que es preciso contener o liberar según paute el régimen de hermenéutica del deseo. De acuerdo con el recorrido que presentamos hasta aquí, podemos decir que Foucault historiza lo que Freud presenta como constitutivo del sujeto. Para este último, el odio, como pulsión, es parte de nuestra estructura, conlleva el goce de cierta experiencia límite del sujeto, cercana a la imaginación épica de la psicosis, al pathos de lo ingestionable por excelencia. Entre otros afectos, el odio aparece como instancia de retorno a un estado de pura pulsión, pre-cultural, a una literalidad no simbólica: el sujeto que lo resiente no renuncia a nada y va por el goce de su satisfacción. El odio puede agrupar una serie de malestares, que el sujeto proyecta hacia afuera. Es decir, hacia el mundo primero y hacia el otro después. Freud describe la posición de un sujeto que, lejos de poder vivir en una realidad fallida, busca en cambio dar “resolución” a esta pulsión de un modo decisivo, con fuerza de ley y final: busca producir la aniquilación del otro, el final de su habla, el final de la voluntad de su inclusión dentro de la sociedad.

Esta relación disolutiva respecto del otro, y amenazante del pacto social es la que queremos enfatizar para terminar.

Tomado por la lógica mercadotécnica neoliberal, según la cual es preciso movilizar este afecto a fines de naturalizar el descarte sistemático de parte de la población, el deseo de odio no persigue una erótica de la sublimación dirigido a sostener un pacto democrático, sino que persigue una empresa de “de-subjetivación”. No busca crear un sujeto capaz de sostener una arquitectura ética y social abierta, como era el objetivo de cierta prédica democrática liberal, y del campo pulsional alrededor del odio descrito por Freud, sino contribuir a la disolución del vínculo de veridicción entre democracia y subjetividad.

En efecto, caídos los velos del pudor, como constatamos a diario en las redes sociales pero también en las escenas urbanas de nuestra cotidianeidad, el odio permite decir y hacer cualquier cosa, que todos los medios sean válidos a los fines de su satisfacción, transgrediendo el pacto básico de toda teoría política delegativa. Si sumamos a este análisis, la historización foucaultiana respecto de la relación entre deseo interés, podemos decir que el neoliberalismo logra consumar –por la vía del odio- la función vectorial según la cual -recordemos las palabras de Margareth Tacher- la economía es el medio, pero el objetivo es llegar al alma.

En este sentido, podríamos extender los análisis foucaultianos a partir de la constatación de que hoy estamos subjetivados por otro tipo de economía libidinal: el deseo que asienta el dispositivo de odio es “carroñero” (Cf. Sferco, 2023). No se afirma en una renuncia sublimatoria hacia el otro, sino en la necesidad de goce instantáneo a costa del otro. Se trata de la búsqueda de una satisfacción de un deseo sin aplazo que ya no tiene al otro como elemento de relación, sea bajo la forma de la tentación o de la culpa. Si tomamos el análisis histórico de Foucault respecto del tema, podríamos decir que se trata de una suerte de deseo pre-judeo-cristiano que realiza lo que se le imprime como urgencia, sin sentir angustia ni falta. Al contrario, frente al “no” exigido por el pacto que hizo posible la renuncia de su violencia, se aferra a la excepción trasgresora como zona legalizada para restituir por sí mismo una venganza en la forma de la pura violencia. Ahora bien, no es esta una violencia fundadora[5], ya que no enlaza un orden simbólico de derecho, menos aún ético. Podríamos decir, incluso, que no se trata de un deseo trágico, abisal, angustiado, sino un deseo drama, que gira sobre sí mismo, que se extiende a lo largo de un “presentismo” (Hartog, 2007, p. 32), donde la dilación del presente se impone como única temporalidad. Es un deseo impotente a la hora de articular lo presente en lo pasado y carente de entusiasmo de futuro. Es deseo sin borde, sin otro. Es un deseo narcisista y carroñero, donde el sujeto precisa satisfacer en una instantaneidad su goce. Este goce que, por definición, no solo ocurre siempre a expensas del otro, sino también a expensas de sí mismo. Y es que, en tanto pura pulsión de muerte, el deseo carroñero conduce al sujeto a hacer matar y a consumir muerte. Por eso podemos decir que el sujeto del dispositivo de odio es un sujeto desubjetivado respecto del pacto ético con otros; así, claramente, puede considerar como principio libidinal de sí mismo las necesidades del amo, o lo que es lo mismo, como exhibe el caso que tomamos en el inicio, los intereses económico-políticos de mercado.


Palabras finales


Los estudios de Foucault permiten comprender que el odio emerge como parte de un dispositivo deseante que es posible incitar, enlazar y liberar dando forma a la subjetividad del sujeto. Los estudios acerca de la Modernidad, demuestran cómo la moralización del odio forma parte del orden de dominación del derecho. Este siempre tiene disponible una zona de excepción para el desencadenamiento de su pasión, un punto de agarre para la construcción del discurso histórico político de la guerra de razas, reinscrito como racismo a través de la dinámica de funcionamiento de los biopoderes en el orden democrático soberano.

El odio es la pieza de un dispositivo deseante cuya fuerza y eficacia simbólica permite articular las dimensiones entre poder, gobierno y soberanía, transgrediendo el orden de ley que sea necesario a fines de asegurar una gubernamentalidad de mercado. Devenida una de las categorías de autoanálisis de nuestra sociedad, la proliferación de odio tal vez indique una de las vías clave a partir de las cuales se vuelva posible resituar una visión crítica que apunte no a su discurso únicamente, ni tampoco quede en el campo de acción de poder del dispositivo, sino que se pruebe capaz de abordar las particularidades complejas que hacen a su experiencia.

En este sentido, terminemos recordando que las categorías de autoanálisis siempre exigían un retroceso crítico en Foucault, una distancia de actualidad que permita dar cuenta del enquilosamiento que reproducen sus explicaciones, para, en cambio, ponerlas a trabajar, retensionarlas a partir de las experiencias concretas que conllevan y de la pluralidad de prácticas que constituyen su historicidad. Sólo desde este registro histórico y crítico es posible elaborar nuevos modos de inteligibilidad, capaces de dar cuenta de las condiciones de posibilidad efectivas sobre las que se asientan sus modos de veridicción. Ello no atañe tanto a reposicionar los términos de la guerra de razas en un mejor matar a morir, que replique el mismo juego de la derecha, como en un volver a trazar un límite que provenga de la respuesta a cuál es el umbral, el quantum de pulsión de muerte que no estamos dispuestos a tolerar como cultura, sociedad, civilización. Se trata de una tarea que implica exigir no sólo que el derecho sancione y que sea un efectivo parteaguas en la historia de legitimidad de la violencia, sino también que la relación entre gubernamentalidad y democracia asuma la elaboración e implementación de políticas distributivas efectivas frente a la acuciante desigualdad que atraviesa el mundo y afecta, especialmente, al destino de nuestras latitudes.


Referencias


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Declaración de intereses

La autora declara que no existen conflictos de intereses que puedan haber influido en los resultados o interpretaciones del presente artículo.



[1] Chancel, Lucas; Piketty, Thomas; Saez, Emmanuel y Gabriel Zucman. Global inequality report. World Inequaliy Lab. UNPD, 2022. www.wid.world/team

[2] En el recorrido analítico que presenta Foucault, de esta conceptualización desemboca el famoso problema revolucionario de la nación; también de allí saldrán luego los conceptos fundamentales del nacionalismo del siglo XIX; la noción de raza; y, por último, de allí también surgirá la noción de clase.

[3] El problema abordado en su curso acerca de “Los Anormales”, de 1974-5 y de los “sujetos” que aquí describen “experiencias límite”: Pierre Rivière, Herculine Barbin, entre otros.

[4] Robert Walpole, primer conde de Oxford (1676-1745), líder del partido whig, que ejerció las funciones de primer ministro (First Lord ofthe Treasury and Chancellar of the Exchequer) de

1720 a 1742; gobernó con pragmatismo y se valió de la corrupción parlamentaria con el fin de preservar la tranquilidad política. Cf. n 2. Foucault, 2006, p. 16.

[5] Como podría pensarse desde la perspectiva de Walter Benjamin (1991) en su célebre texto de 1921, “Para una crítica de la violencia”, por ejemplo.